Lo privado personal dentro de 9 страница



Como estaba construida con menor solidez, apenas si queda algo de ella. Pero es posible adivinar a veces algo de su organización interna en los casos en que, ocupada por un gran príncipe, se la empezó a construir en piedra. Tal es el caso, en el castillo de Caen, de un edificio rectangular de 30 metros por 11 de extensión y de 8 metros de altura, edificado durante la segunda mitad del sigloXII. Dos niveles, sin bóveda. En la planta baja, unos pocos huecos, agujeros para detritus en el suelo, un hogar central, una cisterna: una bodega sin duda alguna, y una parte al menos destinada a cocina. En el piso alto, "noble", seis grandes vanos, varias chimeneas murales y una puerta a la que se accedía por una escalera exterior. Estas ruinas se vuelven más expresivas cuando se las compara con un estadillo de los gastos que hubo que hacer hacia 1180 para la reparación del castillo: estas cuentas, después de la torre, el recinto y la capilla, evocan también las "cámaras" y la "sala", o sea con toda verosimilitud, los elementos que acogía la edificación de la que hablamos. Michel de Boüard, que es quien la ha excavado, propone que se distingan en ella "la sala en que se pone de manifiesto el poder público" y "las habitaciones privadas del príncipe". Por tanto, como en el monasterio, nos hallamos aquí ante una repartición, en este caso mucho más marcada, de los espacios abiertos sobre todo a las manifestaciones del poder frente a los que se dedican a lo más privado y secreto. La parte pública aparece como esencialmente dispuesta para el festín: el dueño se manifestaba allí en el trance de dar de comer a sus amigos, a plena luz: ventanas, chimeneas, luminarias, manjares llevados ceremoniosamente desde el espacio inferior donde unos sirvientes subalternos los habían preparado. En cuanto a la cámara, lugar de "privanza", de familiaridades, es razonable pensar que estaba contigua, aislada de la sala por un tabique, que ha desaparecido, o incluso por un simple tapiz como en Vendóme o en Troyes; a menos que se la haya construido aparte, con materiales más frágiles y que no han dejado huellas tras sí, perpendicularmente a la sala corno lo estaba en Angers. Este modelo principesco fue el que se reprodujo en las casas fuertes. La de Villy le-Moutier, de fines del siglo Xlll, excavada en Borgoña por J. M. Pesez y E Piponnier, consistía en una vasta construcción de madera de 20 metros por 10, sin piso superior, dividida en dos piezas, una de ellas equipada con una chimenea para las grandes ocasiones, y la otra de un hogar en el centro para la preparación de los alimentos.

La arqueología no nos enseña apenas más que esto, esqueletos. Para hacerlos vivir de nuevo, el historiador tendrá que interrogar a los textos. Únicamente a través de ellos puede uno hacerse alguna idea del mobiliario que los guarnecía, esencialmente textil, y por ende perecedero, pero cuya abundancia y variedad ponen de manifiesto los inventarios. Por ejemplo, el de los bienes de Arnal Mir, redactado en 1071, que había sido un gran señor catalán, muestra la casa del magnate rebosante de tejidos, de pieles, enumera los guantes, los sombreros, los espejos, accesorios indispensables todos ellos puesto que tanto el amo como sus allegados tenían que presentarse de punta en blanco, y luego prosigue con la iluminación, la vajilla de metal precioso para la magnificencia de la sala, y concluye con las pertenencias de la cámara o alcoba, elementos todos ellos de un confort más íntimo, cuya pieza esencial era el lecho, garni, guarnecido como solía decirse —toda una eflorescencia del vocabulario para distinguir los múltiples componentes de su equipamiento, colchones, cojines de plumas, edredones, colgaduras y tapices—. Todo este decorado se desplegaba sobre los cuerpos, sobre las mesas o sobre los muros durante las celebraciones en que la familia se lucía en todo su esplendor. En cambio, en tiempo ordinario, todo ello se hallaba puesto a buen recaudo en la parte más segura de la vivienda, en la cámara señorial. Aquí es donde los textos sitúan el tesoro, la reserva de plata amonedada, la mayoría de las veces en forma de objetos. que podían exhibirse, porque era conveniente que el señor hiciera ostentación de sus riquezas. Parece ser que los caballeros y los burgueses de Flandes buscaron el tesoro del conde asesinado Carlos el Bueno, sin encontrarlo jamás, primero en la casa, luego en la torre de Brujas, con ocasión del gran saqueo de 1127, y por fin, lanzándose sobre los muebles, acabaron disputándose la batería de cocina, los tubos de plomo, el vino, la harina, vaciando los cofres y no dejando otra cosa que un esqueleto de edificio parecido a los que las excavaciones sacan a la luz.

De modo que sólo mediante los textos cabe adivinar cómo se repartían en el espacio interior las funciones y los gestos. El testimonio más explícito tal vez nos lo proporcione la historia de los condes de Guines que describe con detalle, porque parecía algo admirable, la mansión construida hacia 1120 por el señor de Ardres, toda ella de madera, y de la que por consiguiente no subsiste nada hoy día salvo la mota sobre la que se hallaba edificada. En la planta baja, como en Caen, estaban "las bodegas y los graneros, los cofres, los toneles y las cubas"; en el primer piso, "la habitación", ante todo "donde se reunía la familia entera", es decir la sala para las reuniones y las comidas, el equivalente a la vez de la sala capitular y el refectorio monásticos, flanqueada por los cuartos para uso de los que servían el pan y el vino; y luego "estaba la gran cámara donde dormían el señor y su esposa: con una habitación cerrada adosada a la primera, que servía de dormitorio para las criadas y los niños; en una parte de la gran cámara se situaba un espacio aislado donde se encendía fuego por la mañana, o por la noche, para los enfermos, o para las sangrías, o para hacer entrar en calor a sirvientes y niños"; "al mismo nivel, pero aislada de la casa, estaba la cocina" (una edificación separada, de dos pisos, pocilga y gallinero en la parte baja, y hogar en la alta en comunicación con la sala): sobresaliendo por encima de la del amo "se había dispuesto unas cámaras altas; en una de ellas dormían los hijos del señor, cuando así lo querían; en otra, necesariamente sus hijas", Junto a la garita de los guardianes; finalmente, a través de un corredor, se pasaba desde la zona "habitada" a la "logia", lugar del esparcimiento y las conversaciones privadas, y desde aquí a la capilla. De esta manera, lo mismo que en el monasterio, había una transición gradual hacia lo más privado, desde la puerta hasta el lugarde las plegarias. Conviene subrayar también la otra orientación, de abajo arriba, desde el nivel del suelo, desde la tierra nutricia, el patio inferior donde se almacenaban las reservas de alimentos, hasta la planta señorial, dominante, así corno también la segregación entre la vivienda y los servicios comunes, correspondientes a la división de la sociedad doméstica entre amos y sirvientes, a la distinción entre el fuego que hace cocer y el que calienta, ilumina y glorifica.

Había, por tanto, tres sectores en la parte superior, señorial, de estas grandes casas, tres espacios funcionales. La función de la plegaria que era aquí secundaria, y por ello la capilla estaba relegada y resultaba marginal, aunque no dejara de ser preciosa: en Ardres, según se nos dice, estaba ricamente ornamentada. En cambio, es mucho más importante la función militar y judicial: la sala se dedica al ejercicio solemne de este oficio. Como irradia ampliamente sobre el exterior, está abierta y próxima al patio y a la puerta. Todo el mundo se hace ver allí, como en los cortejos en que aparece expuesta en público la opulencia de la familia, de acuerdo con su rango, marcado por sus señales distintivas, revestido durante las ceremonias de sus más brillantes paramentos. El amo es quien dicta allí el derecho y pronuncia las sentencias. Se acude a rendirle homenaje. Como área de las actuaciones públicas, la sala es principalmente masculina. No obstante, como en ella se despliega todo el lado festivo de la existencia señorial, y se celebran los ritos ostensibles de la unión y de la comunicación fraternal, la danza y el festín, se introduce también en ella a las mujeres de la familia, para las diversiones y el banquete. Aunque su puesto estaba en la cámara, retirada, donde se lleva a cabo la tercera función, fundamental, que es la de la reproducción, tan grave, tan turbadora que requiere retiro y protección. Por naturaleza, la cámara o alcoba es nupcial, conyugal. En su centro hay un lecho, un lecho bendecido hasta el que se conduce a los esposos en la noche de bodas, y donde vienen al mundo los herederos. La alcoba es la matriz del linaje en lo más privado y recóndito de la mansión. Aunque tampoco se dé en ella la soledad, como no se daba en el dormitorio del monasterio. Cerca del lecho señorial duermen otros también, con seguridad mujeres, y tal vez también, temporalmente, hombres, familiares: así lo hacen pensar las aventuras nocturnas de Tristán. Promiscuidad penosa, que agudiza el deseo de evasión. Es bien sabido el papel que representa la ventana en las intrigas novelescas: las malmaridadas acuden a ella a soñar con su liberación. Se trata de mujeres y de hombres que necesitan aire libre; encerrados durante demasiado tiempo, se asfixian y tratan de buscar una salida. Esta salida se la ofrece el vergel, un espacio abierto, pero que no da como el patio al exterior, sino que se halla estrictamente cerrado, homólogo del claustro monástico, recorrido, como él, por corrientes de agua; y con árboles, corno un simulacro de floresta. Uno puede hacerse en él la ilusión de que está lejos de los demás, imaginar que se ha perdido. Es aquí donde nacen los amores clandestinos y se desenvuelven para luego ocultarse en la penumbra subterránea para el abrazo ilícito.

La sociedad doméstica

En estas grandes mansiones, las relaciones de sociedad eran, a su vez, semiprivadas y semipúblicas, puesto que los espacios domésticos, como dice un verso del Roman de Renart, se veían invadidos por "familiares o extraños o amigos". Tres categorías de comensales. Los "extraños" eran aquéllos a los que ningún vínculo afectivo particular unía al amo de la casa. En cuanto a sus familiares o "privados", tal vez se distinguían de sus "amigos" en que estaban vinculados a él por relaciones de sangre: "por amistad", dice el Roman, el lobo y el zorro se tratan de tío y sobrino. La diferencia residía más bien, a no dudarlo, en que la casa era la residencia propia de los "privados", mientras que los "amigos", si bien tenían libre acceso a la casa y a su jefe, no residían en ella. Se hallaban de paso en ella, como los ocupantes de la hospedería monástica.

Los privados constituían lo que el francés medieval denomina el ménage o la maisnie (familia, parentela, mesnada...) y cuya definición jurídica nos ofrece en estos términos un acta de los Ohm fechada en 1282: "Sa propre maisnie demorant en son ostel, ce está entendre de ceus qui font ses propres besognes etá ses dépens" ("Su propia familia, que se aloja en su casa, es decir, los que cumplen sus mandatos y viven a sus expensas"): alojamiento común, alimentación común, un equipo dirigido por un jefe y cuyos miembros a las ordenes de éste actúan de común acuerdo en una tarea común: el equivalente exacto de la fraternidad monástica. Un cuerpo así podía llegar a ser muy numeroso: en la Inglaterra del siglo ml, la casa de Thomas de Berkeley reunía más de doscientas personas, y el obispo de Bristol necesitaba un centenar de caballos para transportar la suya cuando viajaba. La cohesión de un grupo tan vasto se basaba en el dominio de una sola mano, o mejor, como solía decirse por aquel entonces, en que se hallaba "retenido" o sostenido todo él por un solo patrón. Lo que los "privados" de los siglos Xl y Xll aguardaban del patrón en cuestión no era algo fundamentalmente diferente de lo que reclamaba del suyo, de acuerdo con un formulario merovingio, quinientos años antes, un individuo que se había confiado a él: "El alimento y el vestido (victum et vestitum), tanto para mi persona como para mi lecho, así corno el calzado, habrás de procurarme, y todo cuanto poseo estará en tu poder". Entrega de sí semejante a la del monje cuando profesa —a cambio de todo cuanto el cuerpo y el alma puedan necesitar—. Y el derecho para quien distribuye los víveres y pone al abrigo y ofrece seguridad, de corregir y flagelar. He hecho mención de un cuerpo: miembros, una cabeza, un "jefe": caput mansi, como dice un acta de los archivos cluniacenses en el umbral del siglo XIV, cabeza de un "manso", de una célula de residencia, y de todo lo que contiene.

Sin embargo, y del mismo modo que la "familia" monástica, la otra se hallaba dividida también en dos partes de forma inequívoca. De un lado, y comiendo por separado un pan menos noble, más negro, estaban los que servían (servientes) y que con frecuencia, en las casas más grandes, se alojaban en el burgo inmediato a la mansión (me parece evidente que, al comienzo del renacimiento urbano del siglo XI, la población "burguesa" se hallaba constituida en gran parte por la gente "privada", por el personal doméstico —especializado en diversos "menesteres"— del señor, obispo, conde o castellano). Del otro lado, los amos. Sólo que en la sociedad profana, y diferenciándose en esto de la sociedad monástica, se encontraban situados a su lado, tratados de la misma manera, los auxiliares encargados de las dos funciones primordiales, la de la plegaria y la del combate, los clérigos en primer lugar, formando, cuando la casa era de alguna importancia, un cabildo de canónigos (y por muy laico que fuera, el señor participaba de esta comunidad, sentado en su centro, en posición magistral) y, luego, los caballeros.

A propósito de estos servidores de rango mayor, se advierte inmediatamente hasta qué punto es difícil separar lo privado y lo público, así como los "privados" y los "amigos". Porque las oraciones que se recitaban en la capilla del señor beneficiaban a todo el señorío, y su residencia era una fortaleza desde la que la paz y la justicia irradiaban sobre el territorio circundante. Por consiguiente, a los guerreros propiamente domésticos venían periódicamente a añadirse todos los hombres que residían en los contornos en sus casas respectivas y que tenían vocación combativa; durante el periodo de preparación, entraban a formar parte del ámbito privado del amo del castillo, recibían de él su pitanza y su pertrechamiento, se convertían durante un tiempo en sus privados, y, una vez que habían regresado a sus casas, seguían siendo sus amigos, ligados por el homenaje que hacía de ellos unos parientes suplementarios. Por otra parte, el verdadero parentesco, por filiación o por alianza, vinculaba con el jefe de la casa a la mayoría de los clérigos o de los caballeros que le asistían: eran sus hijos, sus sobrinos, sus primos, legítimos o bastardos; a los otros, les había dado como esposas muchachas de su sangre, y mientras que, gracias a este matrimonio que los dejaba establecidos, los alejaba también de su casa, los mantenía unidos a ella con un lazo más fuerte que los obligaba a ellos, y obligaba a sus descendientes a retornar de tiempo en tiempo a formar parte de su mesnada.

En efecto, a semejanza de un monasterio, la mansión aristocrática asumía una función de acogida que puede llamarse estructural. Se hallaba abierta también a los pobres, admitidos, como en la casa de Lázaro, a recoger lo que caía de la mesa señorial, y era una bendición para el amo y para toda su parentela verse expoliados así por semejante parasitismo necesario y ritual. Igual que el monasterio, la casa noble acogía también a jóvenes, a fin de formarlos. Era una escuela que enseñaba a los muchachos de buena familia las usanzas de cortesía y valor a donde los hijos de las hermanas del amo, y los hijos de sus vasallos acudían normalmente a hacer su aprendizaje. Y acogía finalmente a gentes de paso, "amigos" o extraños", parásitos a su vez necesarios, con tal que fuesen personas de rango, y uno de los gestos esenciales, en la simbólica del poder patronal, era el de convidarlos a sentarse a su mesa, en la sala, para saciarse, beber y hasta embriagarse, y luego tenderse allí, durante la noche para dormir. En ciertos días, la casa no acogía únicamente a los huéspedes del azar, sino que atraía hacia su ámbito privado a todas las familias satélites. Así, con ocasión de cortes solemnes, en las grandes fiestas religiosas, Navidad, Pascua o Pentecostés: en estos momentos, la sala, en la principesca residencia, recobraba su función primitiva, basilical, regia, y la dimensión privada se disolvía por entero en lo público. Y en todas las casas, grandes o pequeñas, la hospitalidad alcanzaba su paroxismo con ocasión de las fiestas nupciales. La "familia" del novio se proyectaba entonces friera del recinto al encuentro de la novia que avanzaba escoltada por su propia parentela, la conducía hasta la puerta, la introducía y la guiaba hasta la alcoba, aunque sin dejar de detenerse por un tiempo en el espacio intermedio, semipúblico, para la celebración de un festín que en esta ocasión era desmesurado.

Orden y desorden

Por lo que toca a la disposición de los poderes que regían esta sociedad compleja y ampliamente movediza, la identidad con las estructuras monásticas resulta en principio, una vez más, llamativa: un padre, uno solo, como en el cielo, que, sin embargo, no debía actuar nunca sin consejo; un consejo masculino, jerarquizado, los jóvenes supeditados a los mayores; un padre cuya potestad se ejercía de tal forma que, ocupando el lugar mismo de Dios, parecía que todas las vidas, en la casa, emanaban de su persona. La diferencia, en verdad considerable, estaba en que, en una casa así, no se vivía en tan estrecha proximidad con los ángeles, a tanta distancia de lo carnal, que la sociedad doméstica no era una sociedad asexuada, y que su jefe, responsable de un linaje, debía prolongar su existencia mediante una nueva generación, diseminando mujeres entre las casas vecinas a fin de conciliárselas, y en definitiva procreando. Su función genésica, primordial, le obligaba a poseer una mujer en su lecho. En el centro de la red de poderes lo que había era una pareja. Es cierto que lo femenino se hallaba colocado bajo la total dominación de lo masculino; no obstante, debido a que esta mujer era la esposa, y debía ser, por tanto, la madre de los herederos —y, si no lo lograba, en el siglo Xl no se vacilaba en repudiarla—, una parte del poder de su "señor", como ella misma lo llamaba, se proyectaba sobre su persona: "dama" (domina) como era, se mostraba también dominante, y lo era en la misma medida en que, desde su posición de pareja sexual legítima y por sus capacidades genésicas, contribuía de manera decisiva a la extensión de la casa.


Дата добавления: 2021-01-21; просмотров: 74; Мы поможем в написании вашей работы!

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