LA ESCUELA DE NUEVA YORK Y LOS «UNDERGROUND FILMS»



Mientras la artillería pesada del cine americano se trasladaba a los países mediterráneos para rodar sus orgías de masas y escayola —como la tormentosa Cleopatra (Cleopatra, 1961-1963), de Mankiewicz, que con sus 37.000.000 de dólares de costo estuvo a punto de hacer naufragar a la Fox—, ciertos grupos independientes realizaban, lejos de Hollywood, algunas de las obras más vivas del cine norteamericano moderno. Éste es el caso de Herbert J. Biberman y Michael Wilson, que con el apoyo económico del sindicato minero International Union of Mine, Mill and Smelter Workers, reconstruyen ante las cámaras los conflictos laborales que en 1951 agitaron a la Delaware Zinc Co., de Silver City (Nuevo México), a raíz de las reclamaciones de los obreros mexicanos exigiendo iguales condiciones que sus compañeros yanquis. La sal de la tierra (Salt of the Earth, 1953) resulta un film perfectamente revolucionario producido contracorriente y sorteando las zancadillas de las autoridades en el corazón de un país supercapitalista. La paradoja se explica por tratarse de un film independiente, realizado por dos francotiradores cuyos nombres están inscritos en las «listas negras» de Hollywood. La sal de la tierra es una película marginal, insólita, violenta, que a pesar de todos los boicots cosechará una buena colección de premios en el extranjero, entre ellos el de la católica Legión Mexicana de la Decencia.

También en Nueva York, en donde existe una antigua tradición de cine independiente, cristaliza el llamado New American Cinema Group, al calor de la revista Film Culture que dirige Jonas Mekas, y que en septiembre de 1960 lanza su manifiesto fundacional, que es a la vez una declaración de principios y un desafío que concluye con un contundente «no queremos películas rosas, sino del color de la sangre». El manifiesto respalda, de hecho, a cierto número de películas que se han rodado o se van a rodar al margen de la gran industria y con un vivo espíritu de independencia creativa, como Shadows (1960) de John Cassavetes, que cuesta la irrisoria cantidad de 15.000 dólares y expone, con una interpretación de los actores improvisada libremente ante las cámaras a partir de una simple línea argumental, la historia de una joven seducida por un hombre, quien de pronto averigua que ella pertenece a una familia negra y decide abandonarla; el estudio del comportamiento de un grupo de drogadictos es el tema de La conexión (The Connection, 1960), de Shirley Clarke, que realiza luego con The Cool World (1963) el mejor film rodado jamás en Harlem; no podemos olvidar tampoco la incursión entre los alcohólicos del miserable barrio de Bowery que efectúa cámara en ristre Lionel Rogosin en On the Bowery (1956), antes de marchar a África del Sur para rodar semiclandestinamente el impresionante testimonio Come Back Africa (1959), o el amargo cine-poema The Savage Eye (1960) de Ben Maddow, Sidney Meyers y Joseph Strick. Por su parte, los hermanos Jonas y Adolfas Mekas han aportado a la Escuela Guns of the Trees (1961) y The Brig (1964), de Jonas, y Hallelujah the Hills (1963), de Adolfas.

The Brig (1964) de Jonas Mekas.

 

Mientras el show business de Hollywood languidece a ojos vistas (en 1960 alcanzó su punto más bajo con sólo 156 películas, ¡compárese la cifra con los 850 films de 1928!), se afirma cada vez con más fuerza la personalidad de este anti-Hollywood neoyorquino, que hace sus películas sin contar con la gran industria, ni con los sindicatos, ni con los códigos de censura, ni con los grandes circuitos de exhibición, ni con las estrellas, ni con las modas, ni con la demanda de los mercados. Cuando con ocasión de un festival internacional coincidió el colosal Ben-Hur junto a Shadows en el programa de proyecciones, un crítico italiano sacó a relucir la vieja historia de David y Goliat. Pues no sólo se trata de un problema de calidad, sino también de rentabilidad, ya que el cine independiente americano ha probado desde hace años su capacidad para ser un buen negocio: recordemos, por ejemplo, Jazz en un día de verano (Jazz on a Summer’s Day, 1958), rodado por el fotógrafo Bert Stern en el festival de Newport, o Elisa (David and Lisa, 1962), primer film del independiente Frank Perry, que situó en un asilo psiquiátrico la historia de amor de dos jóvenes enfermos mentales y que obtuvo excelentes recaudaciones.

Pero la Escuela de Nueva York, además de crear obras valiosas, ha actuado como un auténtico detonante para todo el cine americano independiente que se realiza desde la costa del Atlántico hasta la costa del Pacífico. A mediados de la década de los sesenta resultaba ya prácticamente imposible hacer un balance, siquiera superficial y provisional, de la ingente cantidad de películas que, en variados formatos y con las técnicas más diversas, se estaban produciendo por todo el país, especialmente en los focos universitarios, en Nueva York y en la costa californiana. Este movimiento difuso, que ha dado en denominarse underground (subterráneo), por su carácter semiclandestino y marginal, destinado a consumirse entre las minorías de los cine-clubs o las Art Houses, es fruto de la sociedad opulenta, que pone al alcance de cualquier bolsillo la adquisición de cámaras tomavistas y de película de pequeño formato, y del trabajo de grupos de jóvenes en cooperativa, que se improvisan en actores, operadores o realizadores. Esta estructura preindustrial y anárquica procurará ser preservada a pesar de la organización por Jonas Mekas de la Filmmakers Cooperative, que garantiza la distribución y difusión de estas películas a través de los canales underground, de los que sale el dinero para amortizar los costos de producción. Es decir, que el cine underground ha acabado por crear una verdadera industria, aunque hace todo lo posible para mantenerla en un estadio «permisivo» y evitar que se torne «represiva».

El carácter marginal de esta producción y la absoluta falta de control industrial sobre ella (lo que se traduce en términos de gran independencia creadora) explican las dificultades de un análisis crítico pormenorizado. A pesar de ello, resulta posible trazar algunas de sus grandes líneas y citar algunos nombres. Constatemos, en primer lugar, el gran vuelco que supone para un arte de masas producido con enormes desembolsos financieros la aparición de estas películas que se quieren tan libres de condicionamientos como el poema escrito sobre papel, o el cuadro que apenas requiere un pequeño dispendio para ser creado. Libertad a nivel de autor y restricción a nivel de consumo son dos rasgos que, de modo general, definen este brumoso movimiento que se resiste a todo encasillamiento.

La primera consecuencia de ello es que las palabras «experimentalismo» y «vanguardia» aparezcan en los labios de casi todos sus jóvenes creadores. Claro que de todo hay en esta vanguardia anarquizante, que se subleva contra la sociedad de consumo que ha hecho posible su nacimiento, que protesta contra la guerra de Vietnam y tiene el sexo y la droga como algunos de sus más fuertes polos de inspiración. Mala copia del surrealismo francés en ocasiones, tosco experimento mecánico digno del peor amateur burgués en otras, a veces este cine nos sorprende con ramalazos de auténtica poesía.

En el frondoso bosque de esta heterogénea producción destinada al paladar cinematográfico de los connaisseurs, han ido imponiéndose ya algunos nombres: Kenneth Anger, autor de Scorpio Rising (1962-1964), Jordan Belson, creador de Phenomena (1965), Bruce Conner, que ha dirigido Cosmic Ray (1961) y Looking for Mushrooms (1960-1966), Tony Conrad, autor de The Flicker (1965), el brillante Stan Brakhage, Carmen D’Avino, Ed Emshwiller, Peter Emmanuel Goldman, realizador de Echoes of Silence (1962-1965), Ken Jacobs, Larry Jordan, Gregory Markopoulos, con The Illiac Passion (1964-1966), Harry Smith, etc. De todos ellos, quien más vasta audiencia ha conseguido es el pintor-cineasta Andy Warhol, tal vez gracias a la catapulta del pop-art, pero dotado de un gran talento y de una original agresividad sexual, que le han valido a los films de su factoría (muchos de ellos realizados por Paul Morrissey) alcanzar normalmente las pantallas de los Studios europeos: Sleep (1963), Chelsea Girls (1966), Flesh (1968), Lonesone Cowboys (1969), Trash (1970), Women in Revolt (1971), L’amour (1971), Heat (1972).

Resulta imprevisible vaticinar cuáles pueden ser los resultados de esta «revolución cultural» del cine americano, que, a pesar de la importancia de su vastedad, vive divorciado del público como producto de autoconsumo. Cine nacido con voluntad de subversión —subversión en el sexo, en la moral, en el mundo de la droga, de la política o de la estética—, parece aceptar a priori la impotencia práctica de su subversión, condenado a vivir en reducidos guetos culturales, contribuyendo esta contradicción a alimentar la «neurosis» de sus creadores en un eterno circuito sin fin, que evidencia a la vez las posibilidades y los límites de esta demoledora explosión. Tal vez los underground movies anuncien, sin saberlo, el próximo fin del cine como arte de masas, devorado por las gigantescas cadenas de televisión.

ESPLENDOR ITALIANO

«Como el sudor a la piel —declara Zavattini—, el neorrealismo está unido al presente. No puedo decir cuáles serán sus futuras direcciones porque tampoco puedo adivinar el futuro de la nueva sociedad, que el neorrealismo sabrá reflejar sin ninguna concesión». Estas palabras las pronuncia el famoso guionista durante el congreso celebrado en Parma en diciembre de 1953, reunido para discutir los males que aquejan al cine italiano, campo de batalla de la «guerra de bustos» de sus opulentas estrellas y agrietado por las presiones del capital y de la censura oficial.

El congreso de Parma es, en el fondo, el reconocimiento de que se ha cerrado una etapa importante en la historia del cine italiano, que se autoexamina ahora víctima del vértigo ante un precipicio cuyo fondo no se adivina. El neorrealismo ha roto su última lanza con la experiencia extremista L’Amore in città (1953), «cineencuesta» organizado por Zavattini sobre diversos aspectos del amor y con episodios dirigidos por Antonioni, Fellini, Lattuada, Carlo Lizzani, Francesco Maselli y Dino Risi. L’Amore in città, preludio del cinéma-vérité que nacerá en Francia en 1961, de la mano del etnólogo Jean Rouch, demuestra que el neorrealismo ha llegado a un callejón sin salida. Es una experiencia límite y, en cierto modo, un acta de defunción.

Pero mientras esta etapa capital del cine italiano se cierra, Federico Fellini y Michelangelo Antonioni están buscando nuevas fórmulas expresivas y no tardarán en convertirse en las dos personalidades dominantes del cine posneorrealista. Fellini comienza a interesar a la crítica con Los inútiles (I Vitelloni, 1953), retrato de los «señoritos» inútiles y holgazanes de una pequeña ciudad playera durante el monótono paréntesis del invierno, vistos con ojos educados en el gusto de la caricatura y de lo grotesco (recuérdese la escena de Alberto Sordi disfrazado de mujer) y que debe no poco a los años adolescentes pasados por Fellini en Rímini. Aunque el film quiere ser, y es, un retrato realista de la vacuidad de sus vidas y de la sordidez de sus aventuras y diversiones, la potente personalidad de Fellini distorsiona los caracteres y las situaciones de un modo que delata ya su divorcio del riguroso testimonio propio de la ortodoxia neorrealista.

Con La strada (La strada, 1954), fábula poética del violento titiritero Zampanó (Anthony Quinn) y de la simple Gelsomina (Giulietta Masina), en su vagabundeo por las carreteras de Italia, Fellini se sitúa ya como uno de los valores más firmes del cine italiano. A pesar de su estruendoso éxito, un sector de la crítica le acusa de mixtificador, porque bajo un ropaje realista pasa de matute una fábula angélica que traiciona los postulados del neorrealismo. Ciertamente, con La strada Fellini ha soslayado de refilón el tema de la mujer-objeto (Gelsomina) apartándose definitivamente del neorrealismo (aunque utilice algunos de sus presupuestos formales), para crear un poema cristiano sobre el enfrentamiento del Bien (Gelsomina) y del Mal (Zampanó), redimido éste tras el sacrificio expiatorio de la inocente muchacha. Giulietta Masina compone un personaje de inspiración chapliniana, como lo serán todos los suyos, aunque cargando el acento en su dimensión masoquista.

«Hay una línea vertical en la espiritualidad —ha dicho Fellinique va de la bestia al ángel y en la que oscilamos continuamente». Este desgarramiento interior, entre la bestia y el ángel, es una de las obsesiones mayores de Fellini, abocado al examen de conciencias sumidas en el fango y que súbitamente se iluminan con un relámpago de luz. Es el Zampanó llorando al anochecer en la playa solitaria al final de La strada; es el estafador Augusto (Broderick Crawford) de Almas sin conciencia (Il bidone, 1955), agonizando al borde de una carretera después de haber tomado conciencia de la sinrazón de su conducta; es la ingenua prostituta Cabiria (Giulietta Masina) que recobra su confianza en la vida al final de Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957).

Fellini corona sus dramas desgarradores con la purificación final de sus protagonistas. Son, pues, películas de final feliz, no entendido a la manera americana, con beso y boda, sino con un agridulce happy end espiritualista. Fellini es un gran poeta, pero no es un autor realista y, en este punto, no hay que llamarse a engaño. La ambigua amalgama de resonancias cristianas y marxistas que hallamos en su obra se debe a la heterogeneidad de sus guionistas habituales (Tullio Pinelli, Ennio Flaiano y Brunello Rondi). Su afición por lo insólito como elemento espectacular se remonta a los días de su infancia, en que se escapó de su casa para enrolarse en un circo. «Para mí, el cine se parece mucho al circo», dice Fellini. Zavattini, en cambio, pedía al cine una lucha contra lo «excepcional» para «captar la vida en el acto mismo en el cual vivimos, en su mayor cotidianeidad». Está claro, pues, que Fellini es un hereje del neorrealismo. Pero, fuera de dudas, un gran hereje y un gran artista.

También hay que tener presente que la angustiosa situación social de los años de posguerra ha cambiado radicalmente (por lo menos en el norte industrial) y a la nueva situación de prosperidad corresponde el llamado «cine del milagro económico», del que es uno de sus más ruidosos exponentes La dolce vita (1959), brillante y carnavalesco retablo de la disipación moral de la aristocracia y la alta burguesía romana, concebido al modo de las revistas sensacionalistas de gran tirada pero que tiene su catarsis final a través de la náusea, con el monstruo apocalíptico escupido en la playa por las aguas del mar en la gris tristeza del amanecer. En La dolce vita Fellini se debate entre la fascinación provinciana y el repudio cristiano que sobre él ejerce la disipación de la alta sociedad romana, contemplada con sus ojos de perpetuo adolescente enfrentado a solas con un mundo poblado por monstruos bellísimos y repelentes. Su éxito fue enorme, se convirtió en la película europea más taquillera en el mercado norteamericano y provocó una avalancha de imitaciones.

La dolce vita (1959) de Federico Fellini.

 

Después de La dolce vita se produce un punto y aparte en la carrera de Fellini, con un período de reflexión interior y autocrítica iniciado con Fellini, ocho y medio (Otto e mezzo, 1963), confesión impúdica y visceral de un director de cine (Marcello Mastroianni), en donde el psicoanálisis se transforma en gran espectáculo, utilizando Fellini la pantalla para su proyección terapéutica y dando como resultado un film original, que con un barroquismo desatado y un estruendoso caos figurativo traduce su visión del mundo entendido como desorden y confusión, tejido con sus obsesiones íntimas y con los mitos de su infancia. Después aplicará idéntica fórmula a la personalidad de su esposa (Giulietta Masina) en Giulietta de los espíritus (Giulietta degli spiriti, 1965), que resultará pálida, a pesar del empleo del Technicolor, comparada con la brillante pirotecnia de Ocho y medio. Sus virtudes (pero también sus debilidades) aparecen en grado máximo en su brillantísima versión del Satyricon (1969) de Petronio, en donde Fellini expone la «dolce vita» de la Roma imperial con el brío de un excelente director de circo. Después de realizar para la televisión Los clowns (I clowns, 1971), rodó un «documental» intensamente subjetivado de la capital italiana, hecho de recuerdos y de vivencias presentes, en Fellini-Roma (1972).

También corresponde al cine de la sociedad opulenta la obra de Michelangelo Antonioni, refinado y sutil en sus penetrantes análisis psicológicos, que nos enseñan a contemplar con ojos nuevos el comportamiento de los seres humanos y que causan un impacto enorme a partir de La aventura (L’avventura, 1959), film silbado y abucheado en Cannes por un público que se pretende à la page, pero que ha sido incapaz de comprender su radical novedad. Resultará luego que La aventura es un mojón capital en esa vieja lucha de los creadores del cine por penetrar en la realidad interior de sus personajes. Antonioni lo hace magistralmente partiendo de argumentos mínimos, que sirven de soporte a los «tiempos muertos» a través de los que observa con agudeza de entomólogo el comportamiento y las motivaciones íntimas de sus protagonistas, que tratan de huir de su tremenda soledad a través de la aventura erótica o del adulterio —consecuencia de la incomprensión entre dos seres— o mediante el suicidio, como vía de escape desesperada.

Tan sólo en una ocasión, en El grito (Il grido, 1957), Antonioni aplica su fino escalpelo al personaje de un obrero (Steve Cochran), para mostrar su alienación sentimental que le lleva a perder su conciencia de clase y, finalmente, a poner fin a su vida. Pero sus restantes análisis existenciales se operan sobre personajes pertenecientes a la próspera burguesía industrial o intelectual, examinando sus crisis sentimentales y poniendo al desnudo las graves insuficiencias de su moral de relación: Las amigas (Le amiche, 1955), según Pavese, La aventura, La noche (La notte, 1960), El eclipse (L’eclipse, 1962) y El desierto rojo (Deserto rosso, 1964), en donde incorpora con maestría el uso del color para exponer la difícil adaptación del hombre al novísimo mundo, bello y monstruoso a la vez, creado por la civilización industrial. Cine de investigación psicológica, moral y estética es el de Antonioni, cuyos protagonistas femeninos resultan ser siempre mucho más lúcidos que sus oponentes masculinos. Las búsquedas de Antonioni desembocan por fin, de un modo natural, en el viejísimo interrogante de los filósofos sobre el significado de la realidad y la realidad de las apariencias, en su londinense Blow-Up (Blow-Up, 1966), de cautivadora belleza, en donde a través de la insólita aventura del fotógrafo inglés de moda Thomas (David Hemmings) plantea, con depuradísimo lenguaje icónico, el conflicto y ruptura entre los significantes y significados de la realidad que nos envuelve. El inmenso prestigio conseguido por Antonioni le valió un contrato de la Metro para realizar en Estados Unidos Zabriskie Point (1969), ataque frontal a la sociedad de consumo norteamericana y canto a la moral hippy, que careció no obstante de coherencia y convicción.

El eclipse (1962) de Michelangelo Antonioni.

 

La novedad de Antonioni es relativa, pues tras sus refinadas imágenes palpita una densa tradición cultural —Flaubert, Gide, Proust, Sartre, Freud, Pavese, Marx— que ha tratado de apresar el duelo dialéctico del hombre y su entorno y el drama de su alienación. Pero la sutileza de su lenguaje figurativo —tiempos muertos, planos largos, composición en profundidad, ritmo moroso, paisajes urbanos y objetos para crear climas psicológicos— y sus grandes temas —la incomunicación, la fragilidad de los sentimientos, la relatividad y envejecimiento de la moral— causarán tan gran impresión que veremos brotar discípulos suyos como hongos en día de lluvia. Pero más allá del epidérmico fenómeno de una moda, su valiosa aportación se incorporará al patrimonio cinematográfico universal, contribuyendo a hacer del cine un arte más adulto y a dar una mayor complejidad y riqueza psicológica a sus personajes.

Con las películas de Antonioni tenemos la impresión de que el ojo de la cámara ha realizado, en grado máximo, la peculiaridad semántica que un profesor de literatura, George-Albert Astré, le ha atribuido: «La de hacer surgir el significado al mismo tiempo que la cosa, lo que ninguna técnica literaria, incluso la de un Faulkner o la de un Dos Passos, es capaz de hacer con tal potencia».

Esta orientación psicologista también se observa en la obra del sensible Valerio Zurlini, autor de Estate violenta (1959), La chica con la maleta (La ragazza con la valigia, 1960) y Crónica familiar (Cronaca familiare, 1962), según Vasco Patrolini, tres films que pueden resumirse como variantes del tema del encuentro de dos personalidades muy distintas y del ulterior itinerario hacia su lucidez.

En realidad había sido Roberto Rossellini quien partiendo de la más pura ortodoxia neorrealista había derivado su obra hacia el meticuloso estudio de conductas y la crisis de sentimientos con el discutidísimo Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1953), que examina la evolución sentimental de un matrimonio inglés maduro (Ingrid Bergman y George Sanders) que en contacto con la exuberante vitalidad meridional ve renacer su enfriado amor. La trayectoria de esta pareja es precisamente la inversa de la que siguen los protagonistas de Antonioni, pero la técnica exploratoria de sus sentimientos es la misma, y no muy diversa de la que esbozaron otros antecesores tan ilustres como Murnau en Amanecer y Paul Fejos en Soledad.

Por haber roto con la ortodoxia neorrealista Rossellini es uno de los nombres más encarnizadamente discutidos del cine italiano moderno. Para unos, sigue siendo el maestro indiscutido e indiscutible; para otros, no es ni la sombra de lo que fue en los días grandes de Roma, ciudad abierta y de Paisà. Rossellini vuelve a los temas de la Resistencia y la guerra con El general de la Rovere (Il generale Della Rovere, 1959) y Fugitivos en la noche (Era notte a Roma, 1960), en donde explora sistemáticamente las posibilidades del objetivo de distancia focal variable (zoom), y que sirven para echar más leña al fuego de su polémica. En 1964 Rossellini proclama públicamente la muerte del cine como espectáculo en favor del cine didáctico, inflexión hacia los orígenes de su carrera que le lleva a rodar para la televisión varios films de desigual interés: L’età del ferro (1965), La toma del poder por Luis XIV (La prise du pouvoir par Louis XIV, 1966), Los hechos de los apóstoles (Gli atti degli apostoli, 1969), Socrate (1970), Blaise Pascal (1971), Agostino d’Ippona (1972), L’età dei Medici (1972), Caligula (1973), films que van componiendo un vasto retablo de la historia de la humanidad. Si el caso de Rossellini es discutido, y por lo tanto discutible, reina unanimidad en considerar que algunos de los nombres más interesantes de la generación neorrealista, como Lattuada, De Santis, Lizzani, Zampa y hasta el mismísimo De Sica, que realiza su última película interesante con El techo (Il tetto, 1956), han pasado irremisiblemente a un discreto segundo plano.

Queda en pie, en cambio, la rica y proteica personalidad de Visconti, renovándose constantemente y pulsando un amplísimo registro que va desde el examen crítico y cultísimo de la historia italiana en Senso (Senso, 1954) y El gatopardo (Il gattopardo, 1963), según la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, en las que el realismo crítico aplicado a la investigación historiográfica del Risorgimento se alía a un deslumbrante esplendor formal, con la ayuda del Technicolor, hasta el romanticismo exasperado y literario de Noches blancas (Le notti bianche, 1957), según Dostoievski, pasando por la crónica de la emigración de una humilde familia siciliana a Milán (prolongación de uno de los temas de La terra trema) en Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli, 1960), cinenovela en el que Rocco encarnó la esterilidad de los buenos sentimientos (personaje visiblemente inspirado en el Aliosha de Dostoievski) y en el que no faltan las resonancias melodramáticas tan gratas a Visconti, que no ha ocultado jamás que «Verdi y el melodrama italiano han sido mi primer amor; casi siempre mi obra tiene algo de melodrama. Me lo han reprochado, pero para mí representa más un elogio que un reproche». Las siguientes películas de Visconti —Las hermosas estrellas de la Osa Mayor (Vaghe stelle dell’Orsa, 1965), actualización del mito de Electra, y El extranjero (Lo straniero, 1967) que adapta a Albert Camus— revelaron cierta crisis e incertidumbre en el itinerario de este gran artista, superadas con el impresionante retablo de una poderosa familia de industriales en la Alemania nazi, material dramático que ha inspirado su film La caída de los dioses (Götterdämmerung o La caduta degli dei, 1969). Esta potente película, que funde la tragedia política y el melodrama familiar en un mismo crisol, inauguró el ciclo viscontiano inspirado por la cultura o la historia alemana de los últimos cien años, cultura con la que su decadente y culto barroquismo formal, rayano a veces en lo enfermizo, ofrece no pocas concomitancias, a pesar de los planteamientos críticos, en el plano político o social, con el autor. Su Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1971) adaptó, recreándola, la novela de Thomas Mann, que plasma un debate acerca de la naturaleza de la creación artística, integrado en el patético drama del músico Gustav von Aschenbach (Dirck Bogarde), que en el ocaso de su vida siente despertar la llamada de los sentidos en su atracción hacia el joven y bellísimo Tadzio. Después Visconti marchó a los bellos escenarios de Baviera para rodar Luis II de Baviera (Ludwig, 1974), inspirado en la biografía de Luis II de Baviera (Helmut Berger), nueva pieza en su discurso cultural acerca de la decadencia germana.

La caída de los dioses (1969) de Luchino Visconti.

 

Heredera más directa de la tradición neorrealista aparece en cambio la personalidad de Francesco Rosi, que no en vano ha sido antes periodista y ha trabajado como ayudante de Visconti en La terra trema. Superando los esquemas narrativos del neorrealismo, Rosi aplica su afán polémico a la investigación de la realidad histórica o social en Salvatore Giuliano (Salvatore Giuliano, 1962) y Le mani sulla città (1963), sobre el problema de la vivienda en Nápoles, construidos ambos films con la técnica de una encuesta, que con su multiplicidad de puntos de vista permite mostrar el entramado de la realidad social en sus variadas y ricas contradicciones y la evolución de esta realidad gracias al motor histórico de estas mismas contradicciones. Síntesis genial de lo particular y de lo general, del documental y de la ficción, Rosi ofrece con Salvatore Giuliano un poliedro a través de cuyas contradictorias facetas se apresa, no al bandido Salvatore Giuliano como hombre (siempre es mostrado distante, en plano general), sino al «fenómeno Giuliano» en toda su complejidad, movido por oscuras fuerzas políticas, que no vacilan en destrozarlo cuando ya no resulta útil a sus intereses. Si, como ha escrito un crítico francés, Salvatore Giuliano es Ciudadano Kane al servicio de una mayéutica de izquierdas, La mani sulla città es un árido problema administrativo y urbanístico elevado a vibrante drama colectivo.

Estas dos películas habían hecho de Rosi un auténtico cineasta brechtiano, en la medida en que apelaba a la inteligencia y a la lucidez crítica del espectador, con un distanciamiento de dimensión desmitificadora. Sin embargo, su siguiente película, rodada en España, El momento de la verdad (Il momento della verità, 1965), y a pesar de la belleza de las imágenes de Gianni di Venanzo, no pasa de ser un buen reportaje sobre la historia de un peón campesino que llega a convertirse en torero famoso pero carece de la dimensión profunda y compleja de sus anteriores creaciones. La fascinación de la fiesta taurina ha deslumbrado a Rosi y ha paralizado en buena parte su sentido crítico. Después de algún titubeo y de un estimulante Uomini contro (1970), Rosi retornó a su original metodología expositiva en El caso Mattei (Il caso Mattei, 1972), «dossier» sobre las actividades y enigmática muerte del potentado italiano del petróleo Enrico Mattei, aunque esta vez la inevitable inclusión de un actor famoso (Gian Maria Volonté), para interpretar a Mattei, empañó la credibilidad del documento, cosa que no ocurría en Salvatore Giuliano.

El innovador método narrativo de Rosi lo utiliza también Gianfranco de Bosio, que llega al cine procedente del teatro de Brecht, con su película Il terrorista (1963), en donde expone un objetivo documento sobre las discusiones de los representantes de los diferentes partidos políticos en la Resistencia, en el seno del Comité Nacional de Liberación de Venecia, en 1943. Con estas películas se aprecia hasta qué punto el documentalismo anecdótico del neorrealismo ha sido rebasado, afinando sus métodos de investigación de la realidad para captarla en su complejidad dialéctica. Pero su herencia ha sido fecunda y puede medirse por la variada obra del poeta y ensayista marxista Pier Paolo Pasolini, autor de Accattone (1960) y de Mamma Roma (Mamma Roma, 1963), en donde incorpora una poética nacida de la manipulación estética de los crudos ambientes, tipos y lenguaje del subproletariado romano. Sus subterráneas corrientes místicas cristalizaron en un discutido El evangelio según san Mateo (Il Vangelo secondo Matteo, 1964), que contempla la figura de Cristo como «mito épicolírico popular» y rompe con la clásica iconografía de catecismo para beatas, siendo premiado por la Oficina Católica Internacional de Cine. Sus últimos films se han decantado hacia una neta fabulación poética y mitosimbólica, sin prescindir de la crudeza primitiva de los materiales manejados: Pajaritos y pajarracos (Uccellacci e uccellini, 1966), Edipo, el hijo de la fortuna (Edipo re, 1967), Teorema (1969), La pocilga (Porcile, 1969), Medea (1970) y, en una nueva inflexión creativa, obtuvo un éxito popular excepcional con sus adaptaciones de El Decamerón (Il Decamerone, 1971) de Boccaccio y Los cuentos de Canterbury (I racconti di Canterbury, 1972) de Chaucer. Tampoco deben olvidarse los nombres de Florestano Vancini, con La larga noche del 43 (La lunga notte del’ 43, 1960), del ex documentalista Ermanno Olmi, con El empleo (Il posto, 1961), de Vittorio De Seta, con Banditi a Orgosolo (1961), que utilizando actores no profesionales explica la historia de un pastor sardo al que las circunstancias le empujan a convertirse en bandido, y de Nanni Loy, autor de la vibrante epopeya coral Le quattro giornate di Napoli (1962).

Un lugar especial ocupa, entre los cineastas de esta hornada, el joven Marco Bellocchio, que a los veinticinco años realiza su sorprendente Las manos en los bolsillos (I pugni in tasca, 1964), en donde hace asistir a los espectadores a la violenta demolición de la institución familiar. Es cierto que este «cine de la crueldad», que puede situarse en la tradición de Stroheim y de Buñuel, se asienta en unos casos particularísimos que entran de lleno en el campo de la patología y conectan su obra con el turbio mundo de Dostoievski. Pero a pesar de tratarse de un caso límite, la ferocidad de que hace gala Bellocchio, aunque contemple a su joven protagonista (Lou Castel) con gran ternura, evidencia que apunta hacia objetivos más lejanos y que su diatriba se dirige contra la institución de la familia en general. Esta vocación revolucionaria le conduce, tras su brillantísimo debut, a realizar China está cerca (La Cina e vicina, 1967), película polémica que es una sátira despiadada del Partido Socialista italiano, pero también de la institución familiar. Recibida con cierta frialdad por la crítica, su En el nombre del padre (Nel nome del padre, 1971) volvió a situarle como una figura clave del nuevo cine italiano.

Paola Pitagora en Las manos en los bolsillos (1964) de Marco Bellocchio.

 

Casi simultáneamente que Bellocchio, se reveló la personalidad de Bernardo Bertolucci, pasoliniano en La commare seca (1962), pero que con Antes de la revolución (Prima della rivoluzione, 1964) realizó una entrañable confesión «en primera persona» de la abdicación política de un joven burgués inconformista. Alejado de todo cauce naturalista, la personalísima poética de Bertolucci se ha afirmado con sus obras posteriores: Partner (Partner, 1968), adaptación libre de El doble de Dostoievski, La estrategia de la araña (La strategia del ragno, 1970), inspirada en J. L. Borges, y El conformista (Il conformista, 1970), bellísima adaptación libre de la novela de Moravia, en donde se acentúa su subjetivismo lírico, al servicio de un conflicto político y moral, con la inclusión de anotaciones parasurrealistas. Apreciado especialmente por las minorías, Bertolucci obtuvo un vastísimo éxito popular gracias al escándalo excesivo que suscitó El último tango en París (The Last Tango in Paris, 1972), dúo erótico entre Marlon Brando y Maria Schneider expuesto con gran elegancia figurativa. También en la vanguardia del novísimo cine italiano figuró la fascinante personalidad de Carmelo Bene, con Nostra Signora dei Turchi (1968), Capricci (1969) y Don Giovanni (1970), así como la del ya veterano Marco Ferreri, con Dillinger è morto (1968), Il seme del uomo (1969) y La audiencia (L’udienza, 1971).

El último tango en París (1972) de Bernardo Bertolucci.

 

A pesar de sus altibajos, el cine italiano siguió siendo extraordinariamente vivo. El género de la comedia, que parecía agotado después del aluvión que desencadenó Pan, amor y fantasía, demuestra su vigor con Divorcio a la italiana (Divorzio all’italiana, 1962), de Pietro Germi, que confirma las extraordinarias dotes interpretativas de Mastroianni, y La escapada (Il sorpasso, 1962), de Dino Risi, protagonizada por Vittorio Gassman. El género de encuesta policíaca, por su parte, que había dado un film tan ejemplar como Un maldito embrollo (Un maledetto imbroglio, 1959), de Pietro Germi, se renueva a partir de Indagine su un cittadino al di sopra di ogni sospetto (1970), de Elio Petri, para apuntar hacia la corrupción administrativa, adquiriendo un acento político, y engendrar con ello un filón temático: Confesiones de un comisario (Confessione di un commissario di polizia al procuratore della republica, 1971) de Damiano Damiani, En nombre del pueblo italiano (In nome del popolo italiano, 1972) de Dino Risi, etc.

Pero como además de ser arte el cine es también una industria, veremos a un sector del cine italiano orientarse hacia el jugoso negocio del gran espectáculo. La vieja fórmula del «documental amañado» es remozada por Enrico Grass y Mario Craveri, con pantalla ancha y color, en la excursión asiática de Continente perdido (Continente perduto, 1955), iniciadora de una larga serie de turismo de salón. Blasetti dio un paso más al crear con Europa di notte (1958) el documental erótico-espectacular, que convierte al «gran viajero» de los Lumière en un «insaciable voyeur», generador de una retahíla de paraísos artificiales, con desnudos de celuloide y horrores al gusto del «divino marqués»: Este perro mundo (Mondo cane, 1961) del experto en sensacionalismos Gualtiero Jacopetti, Le città proibite (1962), Le dolci notte (1962), La donna nel mondo (1962), Femmine al neon (1962), Mondo sexy di notte (1962), Notti nude (1962), Paradiso dell’uomo (1962), Sexy al neon (1962), Universo di notte (1962), L’amore nel mondo (1963), I piaceri nel mondo (1963), Sexy proibito (1963), Questo mondo proibito (1963), Sexy proibitissimo (1963), Universo proibito (1963)… Una de las cotas más altas del género la alcanza Jacopetti con su Africa addio (1965), que levanta un auténtico escándalo político y moviliza a la magistratura italiana.

Al frente del cine comercial hay que señalar, por último, la nutridísima serie de westerns, rodados con frecuencia en régimen de coproducción con España, aprovechando la agreste aridez de los paisajes ibéricos y americanizando el nombre de sus actores, género que obtiene su máximo éxito con las sofisticadas realizaciones de Sergio Leone. A la vista de este trasplante histórico, ¿quién se atreverá a hablar, ahora, de «géneros nacionales»?


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 124; Мы поможем в написании вашей работы!

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