EUROPEOS EN LA CAPITAL DEL CINE



El apogeo comercial de Hollywood le ha convertido en un crisol en donde se funden emigrantes llegados de los cuatro puntos cardinales. Ya vimos cómo a lo largo de los años veinte lo mejor del cine alemán fue a parar a los Estados Unidos, en hábil maniobra del banquero Morgan y de sus acólitos, y cómo de la hecatombe del cine sueco fueron a dar Sjöström, Stiller y la Garbo con sus huesos en Hollywood. Pero tampoco es de despreciar la hornada de húngaros que por estos años irán arribando a la Meca del cine, como Bela Lugosi (1921), Paul Fejos (1923), Lya de Putti (1926), Alexander Korda (1926) y Michael Curtiz (1926). Procedentes de Francia llegan también William Wyler (1921) y Jacques Feyder (1929) y de Inglaterra James Whale (1929), que alcanzará la fama dando vida al monstruo de Frankenstein, no en el laboratorio como quiso Mary W. Shelley, sino en la pantalla. Alemanes, austríacos, húngaros, belgas, polacos y rusos se funden en la nueva Babel, atraídos por prometedores contratos o, simplemente, cediendo a la tentación de probar fortuna en la feria del cine.

De todo hay entre estos emigrantes, pero en conjunto la aportación europea no resultará nada desdeñable a la hora del balance histórico. De los húngaros veremos a Curtiz seguir puntualmente los pasos de DeMille con El arca de Noé (Noah’s Ark, 1928), película que se sitúa en el marco de la Primera Guerra Mundial, pero que retrotrae sus personajes a la época de la catástrofe bíblica, y cuyo descomunal Diluvio atraviesa fácilmente las capas de la sensibilidad popular, permeables a los fastos de las grandes reconstrucciones bíblicas. Por el momento, la obra de Paul Fejos tiene superior interés. Con sólo cinco mil dólares realizó The Last Moment (1927), película experimental que desarrollaba en imágenes la teoría de que los ahogados, en sus últimos momentos, recuerdan detalladamente todos los hechos de su vida. El público americano recibió muy mal este ensayo psicoanalítico y vanguardista, pero Chaplin lo defendió públicamente con encendidos elogios y así Fejos pudo rodar Soledad (Lonesome, 1928), que sería la mejor pieza de su irregular carrera.

La acción de Soledad transcurre entre la tarde del sábado y el amanecer del domingo, casi íntegramente en el parque de atracciones de la Coney Island neoyorquina, en donde se conocen y viven un intenso idilio el mecánico Jim (Glenn Tryon) y la telefonista Mary (Barbara Kent). Pero la multitud les separa accidentalmente y regresan consternados a sus hogares, sin saber que el uno vive al lado del otro. Cuando Jim evoque su breve historia de amor poniendo en su tocadiscos la melodía de moda Always, descubrirán los dos su casual vecindad. No puede pedirse mayor simplicidad argumental (ni siquiera existe el clásico triángulo) a esta obra poética y delicadamente intimista, que sorprende también por su veraz y penetrante observación de las costumbres y diversiones de los pequeños empleados de una gran ciudad americana. Su calidad poética y su valor documental hacen que olvidemos de buena gana sus envejecidos efectismos técnicos (sobreimpresiones, efectos de montaje rápido) y la inoportuna banda sonora que, por razones comerciales, se añadió para su explotación.

De los suecos, quien se llevará la palma será Greta Garbo, mientras su descubridor y maestro, el pobre Stiller, se hundía en la mediocridad, sin conseguir dirigir una sola de las películas norteamericanas de la estrella. Toda la potencia industrial de Hollywood y el genio de Erich Pommer, que para el rodaje de Hotel Imperial (Hotel Imperial, 1926) hizo levantar un enorme complejo de ocho habitaciones y proporcionó a Stiller varias cámaras para que funcionaran simultáneamente, no servirán sino para demostrar que el alma de los poetas se acomoda mal a los métodos superindustrializados de la producción de Hollywood. Veremos lo mismo con el otro titán del cine sueco, Victor Sjöström, que con la notable excepción de El viento (The Wind, 1928), con Lillian Gish azotada por el viento que barre las desiertas planicies de Arizona, anda dando penosos traspiés y pasos en falso por los inmensos estudios de la Metro.

Stiller falleció en 1928, a tiempo para ver que su criatura ascendía hasta situarse como un astro solitario en el firmamento de Hollywood. Refugiada en su enigmática soledad, con el estigma de su soltería y bisexualidad tejido en torno a su figura, la Garbo llenó con su etapa americana toda una era del cine romántico de Hollywood, que se inició con El torrente (The Torrent, 1926), de Monte Blue, adaptación de Entre naranjos, de Blasco Ibáñez, y concluyó con La mujer de las dos caras (Two Faced Woman, 1940), de George Cukor. Su famoso «¡Quiero estar sola!» y su independencia de los hombres se plasmaron en su mito con una clara preferencia hacia los papeles de mujer soltera, es decir, de mujer libre y con una ambigüedad femenino-masculina que tal vez tuvo su mejor muestra en La reina Cristina de Suecia (Queen Christina, 1934), de Rouben Mamoulian. Hoy comienza a discutirse si la Garbo era realmente una gran actriz o, simplemente, un caso monstruoso de fotogenia. Sea como fuere, esta prodigiosa encarnación de uno de los más perdurables espasmos del Romanticismo literario del siglo XIX creó un mito universal al que sólo consiguió hacer sombra otra estrella europea, enfrentándose las dos en la rivalidad de los públicos, el provocativo erotismo carnal de Marlene Dietrich (Paramount) al etéreo misticismo erótico de la «divina Greta» (Metro).

Gracias a la Garbo, Louis B. Mayer fue uno de los productores que mayor tajada sacó de la emigración europea. Fue él también quien importó al belga Jacques Feyder, tránsfugo de los estudios de Viena, Suiza, París y Berlín, que se limitó a dirigir a la Garbo en El beso (The Kiss, 1929) y en la versión alemana de Ana Christie (Anna Christie, 1930), para regresar a Francia después de unos trabajos de mero artesanato.

No ha de extrañar que los directores europeos, acostumbrados a una relativa libertad artística, encajen mal en la complicada maquinaria industrial de Hollywood, que crea sus productos a la mayor gloria del dólar y con métodos de producción en cadena. «Producir películas con la regularidad de una máquina de hacer salchichas —declarará Stroheim— forzosamente tiene que hacerlas tan parecidas como salchichas». Y así veremos a gentes de la capacidad de Paul Leni —que creará para la Universal y a partir de El legado tenebroso (The Cat and the Canary, 1927) la Mystery Comedy de gusto expresionista y con pinceladas de humor—, Erich Pommer o E. A. Dupont convertirse en grises operarios de esta inmensa fábrica de embutidos cinematográficos, luchando a brazo partido para imprimir siquiera sea un asomo de su sello personal a sus productos made in Hollywood.

De entre los que mejor resistieron esta delicada operación de trasplante artístico estuvo el ladino Lubitsch, que llegó a California requerido por Mary Pickford y a quien Una mujer de París de Chaplin le hizo abrir los ojos y le orientó hacia la alta comedia mundana, género frívolo de procedencia europea del que se convertirá en su más consumado especialista, bordeando las escabrosidades gracias a la maestría del «toque Lubitsch» (the Lubitsch touch), empleo de sugerencias y elipsis que ha aprendido de la lección chapliniana, alusiones visuales reveladoras —el pars pro toto o sinécdoque del arte retórico— que trenzan y destrenzan sus elegantes enredos ocultados y sugeridos tras puertas que siempre se abren o cierran. Lubitsch fue el fundador de la comedia ligera americana, ligeramente satírica y ligeramente erótica, que desplazó el humor de sal gruesa y de porrazos creado por Sennett. Durante el período mudo realizó Los peligros del flirt (The Marriage Circle, 1924), La frivolidad de una dama (Forbidden Paradise, 1924) —ambas con un Adolphe Menjou que procede en línea directa de Una mujer de París—, Divorciémonos (Kiss me Again, 1925), El abanico de Lady Windermere (Lady Windermere’s Fan, 1925), según la obra de Oscar Wilde, y La locura del charlestón (So this is Paris, 1926). Toda una generación de realizadores americanos —Monta Bell, Malcom St. Clair, Frank Tuttle, Harry Beaumont, Roy del Ruth— se coló por esta puerta abierta por Lubitsch, para hacer de la comedia ligera uno de los géneros más cotizados en el país.

William Fox, por su parte, se sintió orgulloso de haber conseguido atraer a Hollywood a F. W. Murnau, gran maestro del cine alemán, y le dio carta blanca para el rodaje de Amanecer (Sunrise, 1927), sobre un guión de Carl Mayer que adaptaba la novela Viaje a Tilsit, de Hermann Sudermann. De acuerdo con los métodos alemanes de trabajo, Rochus Gliese construyó, junto al lago Arrowhead, los inmensos decorados de la ciudad donde transcurre parte de la película. Nada se escatimó para conseguir la brillantísima factura y el desenfrenado refinamiento estético de tan elemental melodrama. Su argumento, como en las obras de teatro, estaba dividido en tres actos muy bien delimitados, el primero y el tercero desarrollados en clave dramática, de filiación expresionista, mientras el segundo era un inserto de comedia americana, de corte realista y con su correspondiente happy end. Veamos su asunto: un joven campesino (George O’Brien) tiene una aventura amorosa con una mujer de la ciudad (Margaret Livingstone), que le incita a matar a su esposa (Janet Gaynor), planeando llevar a cabo el asesinato en el curso de la travesía del lago, camino de la ciudad. Durante el viaje en barca él titubea y su mujer intuye la situación. Su mirada angustiada le hace desistir del intento. Segundo acto: van juntos a la ciudad y su viaje se convierte en una especie de itinerario sentimental, en el curso del cual los esposos van redescubriendo su amor, entre el bullicio y las diversiones ciudadanas. Tercer acto: al caer la tarde regresan a la aldea, pero cuando están atravesando el lago estalla una tempestad, la barca se hunde y el marido, desesperado, cree perder a su esposa, que finalmente es hallada con vida por unos pescadores al amanecer.

Amanecer resulta ser una curiosa componenda artística entre el expresionismo y simbolismo del cine alemán y el realismo americano, con su exigencia comercial de «final feliz». Expresionista es la maniquea y simplicísima división de los personajes, con todas las virtudes del lado de la joven campesina (the country girl) y toda la perversidad de parte de la chica de la ciudad (the city girl). Simbolista es todo el canto idealista al Hombre y a la Mujer y ese «amanecer» de la conciencia al amor. Pero es también durante un amanecer real cuando la mujer es hallada con vida, y es asimismo realista, con penetrantes observaciones psicológicas, toda la parte central que transcurre en la ciudad, desarrollada con agudos toques impresionistas.

Murnau navegó entre estas dos aguas con su proverbial maestría, dando vida a un brillantísimo concierto de imágenes que, aunque puede tacharse de frío en muchas ocasiones, contiene algunos fragmentos de antología. Tal es el caso del virtuoso y complicado travelling que muestra al protagonista acudiendo a una cita nocturna con su amante: la cámara, convertida en sujeto dramático, va precediendo al hombre a través de un paisaje brumoso, pero luego le abandona y avanza rápidamente para llegar a un claro en donde descubre a su amante aguardándole, que al oír los pasos que se acercan se arregla precipitadamente.

Con tres Oscar a cuestas por su aplaudido Amanecer, F. W. Murnau defraudó con sus dos siguientes películas, Los cuatro diablos (Four Devils, 1928) y El pan nuestro de cada día (Our Daily Bread, 1929), pero volvió a encontrar su inspiración en los mares polinesios, de donde regresó con su obra maestra Tabú (que examinaremos en el apartado del cine documental) y con una maldición pagana sobre su cabeza que, al decir de los supersticiosos, le segó la vida a poco de concluir la película.

Mientras Murnau entonaba su canto del cisne, el hebreo austríaco Josef von Sternberg, de padres húngaro-polacos, se afianzaba como una de las grandes promesas del cine americano. Llega al cine, después de doctorarse en Filosofía, con una película experimental, ramificación americana del Kammerspielfilm, financiada por el actor George K. Arthur: The Salvation Hunters (1925). Rodada en las marismas de San Pedro, al sur de los muelles de Los Ángeles, The Salvation Hunters se alineaba, junto a Avaricia, como uno de los primeros aguafuertes de sordidez social realizados en América y costó sólo 5.000 dólares.

Una aventura artística de esta naturaleza resulta siempre insólita y peligrosa en la metalizada América, pero de nuevo la voz de Chaplin se alza públicamente en defensa de esta sórdida historia de una prostituta y su amante, y Sternberg puede iniciar su carrera comercial en Hollywood, no tardando en dar su primera campanada con La ley del hampa (Underworld, 1927), cuyo éxito inauguró en el cine americano el gran capítulo del cine de gángsters.

La famosa «ley seca», nacida de la puritana enmienda 18 de la Constitución americana (1919), tuvo el efecto paradójico de desencadenar una ola de corrupción y delincuencia organizada en las grandes ciudades, en donde los miembros de la mafia italoamericana instalaron sus prósperos negocios clandestinos de bebidas alcohólicas, juego y trata de blancas. Algunos gigantes del hampa —como Al Capone en Chicago y Lucky Luciano en Nueva Yorkp— asaron al primer plano de la mitología popular y era lógico que el cine, el medio de expresión más receptivo a la sensibilidad de las masas, se adueñase de aquel sugestivo y turbio inframundo para elevarlo a las pantallas.

En La ley del hampa Sternberg exponía el drama del gángster Bull Weed (George Bancroft), que se halla en presidio condenado por el homicidio de su rival Buck Mulligan (Fred Kohler), y al que ayudan a escapar Rolls Royce (Clive Brook) y su amiguita Feather (Plumitas) McCoy (Evelyn Brent), antigua amante de Bull Weed. Sin embargo, Bull Weed es localizado y acosado por la policía en su refugio y cuando acuden a ayudarle Rolls Royce y Plumitas, dándose cuenta de que se quieren, les pide que le abandonen.

La ley del hampa aparece dominada por una visión heroica del personaje del gángster, exaltación romántica de la rebeldía del individuo contra la sociedad que le oprime. Esta original perspectiva anarquista es típicamente sternbergiana, como lo es el penetrante estudio del turbio medio social y de los caracteres que componen los bajos fondos. Su densidad dramática derivó también de su construcción en largas escenas, según las leyes de continuidad del cine sonoro, a pesar de ser una cinta muda, debido tal vez a la presencia del comediógrafo Ben Hecht como argumentista, que por tal labor recibió el Oscar de 1928.

El gran éxito de La ley del hampa inauguró uno de los géneros mayores del cine americano, que alcanzará su plenitud en los años del sonoro. El propio Sternberg avanzó por este sendero de violencia desatada con La redada (The Dragnet, 1928) —en donde George Bancroft invirtió su papel, pasando a ser el heroico policía que lucha contra los gángsters—, Los muelles de Nueva York (The Docks of New York, 1928), en donde, fiel a su estética personal, Sternberg reconstruyó en los estudios parte de los muelles de Nueva York y barrios adyacentes, con sus bares y cabaretuchos, consiguiendo efectos plásticos de elaborada belleza, y Thunderbolt (1929), su primera cinta sonora, que iniciaba el ciclo de los gángsters en derrota, destinados a concluir sus días en la silla eléctrica.

El romanticismo anarquista de Sternberg, su gusto por los ambientes turbios y equívocos y su barroquismo formal serán también características que aparecerán en la obra de otro austríaco de tremenda personalidad, Erich von Stroheim, uno de los grandes titanes del cine mudo, al que la industria de Hollywood acallará para siempre en 1928, después de hacer añicos su obra y en la plenitud de su madurez creadora. La aventura cinematográfica de Erich Oswald Stroheim es una de las más apasionantes, comenzando por sus inciertos orígenes, ya que después de haberse creído durante muchos años que procedía de la alta nobleza austríaca —hijo del coronel del 6.o Regimiento de Dragones y de una dama de la emperatriz de Austria— y que había emigrado a los Estados Unidos por un asunto de honor, investigaciones posteriores confirmarían que nació en Viena en 1885, hijo de un comerciante judío dedicado a la fabricación de sombreros de fieltro y de paja.

Lo que sí sabemos es que, por oscuras razones, marchó a los Estados Unidos hacia 1909, en donde vivió los azares de la emigración, empleándose en los oficios más variados y sorprendentes. Fue, entre otras cosas, vendedor de globos, profesor de equitación, charlatán en un restaurante bávaro, empaquetador, soldado, mozo de cuadra, representante de una marca de papel matamoscas, recepcionista de hotel y capitán del ejército mexicano. Este pintoresco catálogo de quehaceres, que le empujaron de un extremo a otro del país, le permitió profundizar en el conocimiento de la naturaleza humana, con sus debilidades, sus lacras y sus mezquindades, que aparecerían luego en el amargo e impresionante retablo de su obra. Su errabundo itinerario le llevó a recalar en el Hollywood de los años heroicos, al que llegó después de haber tanteado sin buenos resultados la fortuna literaria, comenzando a trabajar como humilde extra en 1914. De simple figurante ascendió pronto a stunt-man, es decir, a doble especializado en escenas de riesgo físico, y a asesor militar, empleo que ejerció en varias ocasiones junto a D. W. Griffith, que le utilizó como figurante en un papel minúsculo de El nacimiento de una nación y como ayudante de dirección y actor (en un papel de fariseo) en Intolerancia.

Metido de lleno en el remolino del naciente Hollywood, Stroheim comenzó a destacar como actor al que la dureza de sus rasgos físicos le encasilló en papeles de personajes crueles, con frecuencia como oficial alemán, etiquetado con el eslogan «el hombre que a usted le gusta odiar» y con terribles leyendas tejidas en torno a su figura, como la de que bebía una taza de sangre para desayunar. Pero las aspiraciones de Stroheim apuntaban mucho más alto y en 1918 convenció a Carl Laemmle, emigrante centroeuropeo como él, para que le diese la oportunidad de dirigir Blind Husbands, que prefigura ya muchos aspectos de su gran obra posterior.

La acción de Blind Husbands se sitúa, como varias de sus películas, en Europa Central, en una aldea austríaca de montaña, antes de 1914, y además de su función de director Stroheim encarna al oficial Erich von Steuben, que fiel a su repulsivo arquetipo es un conquistador impenitente que trata de seducir a la esposa de un médico americano y que finalmente muere destrozado entre los peñascos de los Alpes Dolomitas. La película obtuvo tan buenas recaudaciones que Laemmle no vaciló en darle carta blanca para la realización de Esposas frívolas (Foolish Wives, 1921), para cuyo rodaje reconstruyó en el estudio el Casino de Montecarlo y sus alrededores, con toda meticulosidad, ante la mirada complaciente de su productor, que anuncia muy ufano su obra como «el primer film del millón de dólares» y hace poner dos barras verticales a la inicial de su realizador, transformándola en la divisa del dólar.

Todo fue sobre ruedas hasta que Irving Thalberg fue promovido a un alto cargo ejecutivo en la Universal y decidió frenar el impetuoso genio creador de Stroheim. Comenzó por podar la película reduciéndola de veintiún rollos a catorce. Stroheim aceptó a regañadientes los cortes y la película así amputada inició una carrera comercial salpicada de incidentes y furiosas voces de protesta. El universo contenido en estado embrionario en Blind Husbands se expandía aquí con enorme fuerza, componiendo un estremecedor retablo de la depravación de la elegante y decadente aristocracia que frecuentaba el lujoso mundo de Montecarlo. El propio Stroheim interpretó el papel del repugnante conde Wladislas Sergius Karamzin, cuyo cadáver es al final arrojado simbólicamente a una cloaca.

Se elevó un coro de protestas en torno al film. «Yo mataría a quien fuera capaz de llevar a mis hijos a verlo», escribió un periodista. El crítico de Photoplay lo calificó de «un insulto a los ideales americanos y a la femineidad». Naturalmente, intervinieron los arreglos para endulzar la versión. El embajador americano que aparece en la película pasó a convertirse en un simple millonario. Pero a pesar de estos apaños, Esposas frívolas se revelaba como la más feroz e implacable acusación llevada jamás al cine del turbio mundo de bajas pasiones que se esconde hipócritamente bajo el oropel de las plumas, joyas y uniformes del gran mundo, expuesta con el más violento naturalismo. «Dirán algunos que tengo tendencia a ver lo sórdido —declarará Stroheim—. No. Lo que ocurre es que hablo también de lo que pasa detrás de las cortinas que bajaron, detrás de los cerrojos corridos; de lo que la cortesía y el buen tono quieren que no se hable, porque lo que se hace a escondidas explica el comportamiento a plena luz y no es posible disociarlos».

En la plenitud de su prestigio, formado por el escándalo y las altas recaudaciones, Stroheim abordó Los amores de un príncipe o el carrusel de la vida (Merry-Go-Round, 1922), que transcurría en la Viena anterior a 1914. Pero Thalberg, pragmático hombre de negocios y poco amigo de los genios, interrumpió el rodaje, despidió a Stroheim e hizo que la película fuese concluida por el mediocre Rupert Julian, a pesar de lo cual ésta conservó incisivos apuntes críticos sobre la aristocracia vienesa anterior a la Primera Guerra Mundial. Malos resultados da el ser genio en la Meca del cine. Lo estamos viendo con Stroheim y lo veremos luego con Chaplin y con Orson Welles. Pero a pesar de su fama de extravagante y despilfarrador, la Metro se decidió a jugar la carta de la genialidad y contrató al pobre Stroheim —bien que le iba a pesar— para adaptar al cine en Avaricia (Greed, 1923) la novela naturalista McTeague, del escritor norteamericano Frank Norris, seguidor de Zola.

El argumento de Avaricia expone cómo el joven McTeague (Gibson Gowland) abandona su oficio de minero para instalarse como dentista en San Francisco. Allí conoce y se enamora de Trina Sieppe (Zasu Pitts), novia de su amigo Marcus (Jean Hersholt). McTeague y Trina se casan, por lo que Marcus, rencoroso, le denuncia por ejercer como dentista sin tener diploma. Las relaciones entre los esposos se hacen tensas, agravadas por las consecuencias económicas del desempleo. En ella se despierta un creciente sentido de la avaricia, mientras su marido se entrega al alcohol y la maltrata. Un día asesina a su esposa y huye con el dinero que ella guardaba celosamente. La policía averigua que ha huido al Valle de la Muerte y Marcus, acuciado por el rencor y por la recompensa ofrecida, parte en su busca y le halla en pleno desierto. Encadena una de sus muñecas a la de McTeague con unas esposas, pero en el curso de la pelea McTeague mata a Marcus y, perdida la llave de las esposas, queda unido a su cadáver en la abrasadora soledad del Valle de la Muerte.

Avaricia (1923) de Erich von Stroheim.

 

En Avaricia Stroheim podía dar rienda suelta a su desenfrenada pasión naturalista, a su amor por el detalle verdadero y exacto, que le había llevado al extremo, en Esposas frívolas, de colocar timbres auténticos en las habitaciones a pesar de ser una película muda. Decidió que Avaricia debía rodarse en los mismos lugares que describe la novela, por lo que, anticipándose a los maestros del cine ruso y preludiando las técnicas del neorrealismo, alquiló una auténtica mina abandonada, llevó su equipo al tórrido Valle de la Muerte y rodó los interiores en una casa del barrio viejo de San Francisco, sin eliminar los techos, innovación técnica que sería abandonada hasta la aparición de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) de Welles.

Con el material rodado durante nueve meses Stroheim montó una copia de cuarenta y dos rollos, es decir, de más de ocho horas de proyección. Pero los dirigentes de la Metro juzgaron que tan desmesurada longitud impedía su explotación y el propio Stroheim la redujo a treinta rollos. Los hombres de negocios no se sintieron satisfechos y exigieron una nueva poda, y luego otra, y otra, con la intervención de las manos pecadoras de Rex Ingram y de June Mathis. Se dice que Stroheim lloró como un niño ante aquellos crueles tijeretazos que le arrancaban parte de sus entrañas. La versión comercial definitiva, que Stroheim no aceptó, quedó reducida a diez rollos (2 h 45 min). Con razón podría decir: «Lo que yo hago en dos años de intenso trabajo, me lo destroza un hombre que cobra cincuenta dólares y que no tiene en la cabeza más que un sombrero, en dos semanas».

A pesar de sus bárbaras mutilaciones, Avaricia nos sigue pareciendo hoy como una gran obra maestra, mojón capital en la historia del realismo cinematográfico. Con fidelísimo respeto a la novela original, Stroheim estructuró su película sobre la evolución minuciosamente examinada de la psicología de los personajes, bajo la influencia de la sordidez del medio y de sus mutuas relaciones. Esta gradual transformación de los caracteres, técnica novelística que por primera vez se aplicaba a la narrativa cinematográfica, explica la gran longitud requerida por Stroheim para componer su impresionante retablo sobre la degradación humana y la pasión por el dinero, que además de ser un estudio de conductas era un veraz retrato de la condición del proletariado y de la pequeña burguesía de una gran ciudad norteamericana de finales de siglo. Película psicológica y social a la vez, en su exigencia de vincular los individuos al medio ambiente utilizó magistralmente la fotografía con gran profundidad de campo, que en la sensacional escena de la boda de Trina y McTeague permite mostrar en último término, a través de la ventana, el paso de un cortejo fúnebre por la calle. También este recurso expresivo no sería plenamente reactualizado hasta la aparición de Orson Welles, dieciocho años más tarde.

Pero la carrera de Stroheim estaba destinada a tropezar sistemáticamente con la incomprensión de los productores, los censores, los críticos y las ligas puritanas. Avaricia fue un fracaso comercial y, para poder subsistir, Stroheim aceptó llevar a la pantalla una versión de La viuda alegre (The Merry Widow, 1925), con Mae Murray, la que hacía temblar al león de la Metro. Durante el rodaje del film, Stroheim disputó con Mae Murray y los dirigentes de la Metro decidieron sustituir al realizador por Monta Bell, pero el equipo se negó a seguir trabajando sin Stroheim y así pudo concluir el film. Con sus incisivas anotaciones críticas sobre la aristocracia vienesa, esta película puede hacer pensar en las sátiras del mundo elegante de Lubitsch, aunque sus estilos se diferencian en la medida que, como ha señalado el propio Stroheim, aquél nos muestra a un rey en su trono antes de llevarle al dormitorio, mientras que Stroheim nos lo enseña primero en el dormitorio, para que cuando lo veamos en su trono no nos hagamos ninguna ilusión sobre él.

La viuda alegre fue un éxito de taquilla, que permitió a Stroheim realizar La marcha nupcial (The Wedding March, 1927), otra obra maestra que debía durar tres horas, pero que tuvo también tropiezos con la producción, quedando amputada de su segunda parte, Luna de miel (Honeymoon), que montó Josef von Sternberg y no se exhibió en los Estados Unidos. Stroheim encarnaba aquí al príncipe austríaco Nikki, por una vez no convertido en monstruo de perversión, sino en el producto y víctima de una sociedad corrompida y de unos padres que le hacen rechazar a la mujer humilde que ama (Fay Wray) para aceptar el matrimonio de intereses con la cojita Cecilia Schweisser (Zasu Pitts), hija de un acaudalado fabricante de callicidas. Tampoco pudo concluir Stroheim La reina Kelly (Queen Kelly, 1928), de cuyos residuos emergen con poderosísima fuerza sus obsesiones personales: la colegiala (Gloria Swanson) a la que se le caen las bragas ante todo un escuadrón de dragones, la barroca alcoba de la libidinosa reina (Seena Owen) con sus Cupidos, su champagne y, sobre la mesita de noche, el crucifijo junto al Decamerón y la morfina.

La marcha nupcial (1927) de Erich von Stroheim.

 

Con el desastre de La reina Kelly, interrumpido por orden de su productora y protagonista Gloria Swanson, se quebró para siempre la carrera de uno de los más gigantescos creadores del séptimo arte. Por ser un implacable moralista, tropezó una y otra vez con los prejuicios de la moral convencional y pacata. Nunca se vio ni se verá tanta ferocidad en la descripción de la mezquindad y bajezas humanas como en la obra de Stroheim. Cierto es que su actitud moralista se limita, casi siempre, a una virulenta crítica de costumbres. No es un crítico revolucionario al estilo de Buñuel, con quien a veces se le ha comparado, y el mundo que critica es siempre demasiado excepcional. Para Buñuel, por ejemplo, el amor se convierte en un sentimiento liberador y revolucionario, pero Stroheim, que es un necrómano social, casi siempre lo contempla desde el ángulo de la perversión sexual y la aberración patológica.

Su arrolladora pasión naturalista, que le llevaba a acumular detalles y más detalles en los decorados y en la caracterización de los personajes, convertía sus escenografías en cuadros barrocos, que trascendían el realismo para aproximarse al expresionismo. En sus obras convergen muchas resonancias estilísticas. Ya hemos citado el mundo elegante de Lubitsch. Podría asociarse el nombre de Pabst a su gusto por la sordidez como material dramático y su uso de lo «ornamental expresivo», y el de Sternberg por su barroquismo escénico y su interés por los temas sexuales. Con Stroheim culmina y se destruye la estética del cine mudo. André Bazin ha escrito un juicio certero sobre su obra: «Es necesario que un lenguaje exista para que destruirlo sea un progreso. La obra de Stroheim es la negación de todos los valores cinematográficos de su época». En efecto, a la discontinuidad del cine mudo, basado en el arte del montaje y en la hipertrofia significativa del plano, Stroheim opuso —como Murnau— la continuidad y coherencia espacio-temporal de las escenas, convertidas en unidades de acción dramática. Este paso de gigante no hace sino anunciar, de un modo profético, la estructura narrativa propia del cine sonoro que ya está a punto de nacer.

 


EL CINE SONORO

 

1929-1939

 

 

EL CINE APRENDE A HABLAR

En 1926, año de plenitud del arte cinematográfico mudo, Hollywood vivía tiempos dorados de prosperidad y la demanda del público no exigía más de lo que por entonces la producción de los estudios le ofrecía, aunque empezaba a acusar la competencia de la radio. No pedía, por ejemplo, que las sombras de la pantalla rompiesen a hablar, porque le satisfacía plenamente el lenguaje visual al que estaba acostumbrado. Pero los hermanos Warner, cuyos negocios bailaban sobre la cuerda floja de la bancarrota, pensaron que tal vez podrían alejarse del fantasma del crack si lanzaban al mercado la golosa novedad del cine sonoro.

¿Una novedad el cine sonoro? Relativa, pues ya vimos que Edison y Pathé, y otros tras ellos, se aplicaron a obtener la sincronización de las imágenes con discos o rodillos gramofónicos aunque, todo hay que decirlo, sus trabajos no pasaron de ser una curiosa aventura experimental. Pero en 1907, el ingeniero americano Lee de Forest había inventado su válvula amplificadora triodo, de modo que el problema de la amplificación del sonido a los niveles exigidos por una sala de grandes dimensiones había sido resuelto. Hizo falta que el espectro de la quiebra se abatiese sobre la Warner Bros para que esta novedad técnica se incorporase a la producción comercial, primero con cierta timidez, con el Don Juan (Don Juan, 1926), de Alan Crosland e interpretado por John Barrymore, sincronizado con música grabada con motivos de la ópera de Mozart; luego con Orgullo de raza (Old San Francisco, 1927), también de Crosland, que incorporaba por vez primera los ruidos y efectos sonoros, y finalmente con el fortissimo de El cantante de jazz (The Jazz Singer, 1927), en el que tras una canción, Al Jolson se dirigía al público estupefacto y le decía: «Esperen un momento, pues todavía no han oído nada. Escuchen ahora». La platea del teatro Warner se conmovió como sacudida por un terremoto la noche histórica del 6 de octubre de 1927 en que por vez primera la imagen de Jolson pronunció esta frase premonitoria ante las masas, gracias a la magia blanca del Vitaphone.

Efectivamente, los espectadores apenas habían oído nada, y no por el celebrado Ma-a-a-mee que entona este hijo de un rabino, que había proferido sus primeros gorgoritos cantando en la sinagoga y que ahora aparece ante las multitudes, con la cara embetunada e interpretando al hijo de un cantor religioso judío, aficionado al jazz, que sigue su vocación a pesar de la oposición familiar y triunfa en los escenarios, sino por toda una nueva era del cine que se inaugura con este punto y aparte decisivo. Ya veremos el chaparrón de películas musicales que se nos vendrá encima a partir del éxito de El cantante de jazz, obra mediocre del muy mediocre Alan Crosland, que costó medio millón de dólares y reportó cinco veces más. Pero, entretanto, los hombres de negocios afilan sus espadas y toman posiciones para la batalla que se avecina. El gigantesco pulpo de la American Telephone and Telegraph Company, hijo financiero de la Banca Morgan, pasó a ejercer el dominio absoluto en el terreno de la fabricación de aparatos, a través de su filial Western Electric, propietaria de la patente del sistema Vitaphone, creado por Case y Sponable, que al principio utilizaba discos gramofónicos, pero que luego empleó el sistema actual de fotografiar las oscilaciones sonoras sobre película.

Por su parte, el Chase National Bank, feudo de Rockefeller, que tampoco es grano de anís, detentaba los derechos de la patente Photophone a través de su filial Radio Corporation of America, y para explotarla absorbió un gran circuito de exhibición, el Keith Orpheum Theatre Circuit, lo que hizo nacer un nuevo trust cinematográfico: el Radio Keith Orpheum Corporation o RKO. La Banca Morgan y Rockefeller, en consecuencia, pasaron a controlar la industria del cine sonoro americano a través de sus patentes. En Alemania, a su vez, los trabajos de Hans Vogt, Joe Engl y Josef Massolle condujeron al monopolio de los aparatos de registro por la Tonbild Syndikat A. G. «Tobis» y de los aparatos de reproducción de sonido por la Klangfilm Gmbh, dependiente de Siemens y Halke. Ni que decir tiene que en esta frondosa guerra de patentes, los tiburones de los negocios sacaron mucha mejor tajada que los inventores e ingenieros.

La implantación del cine sonoro duplicó en poco tiempo el número de espectadores cinematográficos e introdujo cambios revolucionarios en la técnica y en la expresión cinematográficas. Los cambios, al principio, fueron decididamente negativos. Encerrada en pesados blindajes insonoros, la cámara retrocedió al anquilosamiento e inmovilidad del protohistórico «teatro filmado»; además, el ritmo de sus encuadres fijos, como las viejas estampitas de Méliès, vio su fluir bruscamente frenado por su sujeción a interminables canciones o diálogos. Los productores, atacando la línea de menor resistencia del público, convirtieron el cine en una curiosidad para papanatas, anunciando muy ufanos sus películas «cien por cien habladas», en donde las voces y ruidos esclavizaban a la imagen, convertida en insípida ilustración gráfica de los dictados del gramófono. Fueron los años del furor del cine musical, que tuvo su culminación en El desfile del amor (The Love Parade, 1929), sátira de las viejas monarquías europeas, con sus majestades Jeanette Mac Donald («la voz de oro de la pantalla») y Maurice Chevalier cantando unas melodías de Victor Schertzinger con las que el astuto Lubitsch se puso las botas. Y tras él avanzó un nutrido pelotón de canciones y de disciplinadas chicas de conjunto: Broadway Melody (Broadway Melody, 1929) de Harry Beaumont, Fox Follies de 1929 (Fox Movietone Follies of 1929) de David Butler, El rey del jazz (The King of Jazz, 1930) de John Murray Anderson, Río Rita (Rio Rita, 1930) de Luther Reed… En Europa, la tradición austrogermana de la opereta llegó también al cine con Al compás del tres por cuatro (Zwei Herzen im 3/4 takt, 1930) de Geza von Bolvary y se impuso definitivamente con El trío de la bencina (Der Drei von der Tankftelle, 1930) de Wilhelm Thiele y con Lilian Harvey.

Abrumados por aquella ruidosa avalancha que hacía tabula rasa del complejo y rico lenguaje visual elaborado trabajosamente por el arte mudo, los artistas más responsables declararon de modo inequívoco su hostilidad hacia lo que ellos llamaban el «sonido en conserva». Chaplin, por ejemplo, declarando que los talkies habían asesinado al arte más antiguo del mundo, al arte de la pantomima, afirmó solemnemente que jamás haría una película sonora y que, si la hacía, interpretaría en ella el papel de un sordomudo. Más cauto, René Clair afirmó: «El cine hablado no es lo que nos asusta, sino el deplorable uso que nuestros industriales van a hacer de él». Los maestros del cine soviético publicaron un célebre manifiesto en 1928, firmado por Eisenstein, Pudovkin y Alexandrov, señalando el peligro de que la palabra y el diálogo, de duración concreta, esclavizasen la libertad creadora del montaje, pilar del arte cinematográfico. Por ello proponían como solución el empleo antinaturalista y asincrónico del sonido.

Todos los portavoces de la intelligentzia cinematográfica coincidieron en su crítica acerba del sonido. El teórico alemán Rudolf Arnheim, por ejemplo, dio por estos años coherencia doctrinal a la estética del cine mudo, al señalar que el arte nace precisamente de las limitaciones técnicas que obligan a deformar la representación de la realidad, impidiendo caer en un puro calco mecánico. Para Arnheim, las posibilidades expresivas del cine nacían de las siguientes «limitaciones»: limitación de la superficie por el marco rectangular de la pantalla, abolición de volúmenes y de la profundidad por la superficie plana de la pantalla, ausencia del color, abolición de la continuidad espacial y temporal por el montaje y abolición del mundo sensible no óptico (sonido, olor, etc.). Consecuente con su teoría, Arnheim declara que el cine sonoro, en color y en relieve es, simplemente, el teatro.

Pero a medida que la curiosidad del público fue cediendo y el «sonido en conserva» dejó de ser una novedad, se fue revelando que el cine sonoro podía ser algo más que un pariente pobre del music hall y de la opereta. La cámara volvió a caminar, aunque lentamente y con dificultades. William Fox fue el primero que se atrevió a abordar un talkie rodado en exteriores: En el viejo Arizona (In Old Arizona, 1928), que inició Raoul Walsh, pero que, al sufrir un accidente en el que perdió el ojo derecho, concluyó Irving Cummings. Michael Curtiz, valiéndose de una plataforma con las ruedas bien engrasadas, se atrevió a hacer los primeros travellings del cine sonoro en The Gamblers (1929).

Estos difíciles movimientos, que se nos antojan tan delicados como los primeros pasos de un bebé, adquirieron mayor soltura gracias a Rouben Mamoulian, un caucasiano procedente del teatro que llegó a Hollywood en el momento de transición del mudo al sonoro, atraído como tantos otros prohombres de la escena (George Cukor, Ben Hecht), por el SOS que el nuevo Hollywood parlante lanzó a Broadway. En Aplauso (Applause, 1929), Mamoulian disoció el micrófono de la cámara tomavistas, de modo que ambos pudieron moverse con libertad y asombraron al público en el largo paseo de los protagonistas por el puente de Brooklyn, reconstruido en los estudios Paramount, en un amanecer neoyorkino. Será también el sensible Mamoulian quien, seis años más tarde, inaugure los derroteros estéticos del cine en color con La feria de la vanidad (Becky Sharp, 1935), rodada íntegramente en el estudio, con el sistema Technicolor tricrómico. Otro paso importante en esta liberación lo dio Lewis Milestone, que al adaptar la obra teatral de Ben Hecht y Charles Mac Arthur The Front Page (1931), cuya acción, repleta de diálogos, transcurría casi únicamente en una redacción de periódico, se encontró —como le había ocurrido antes a Murnau— con la necesidad de agilizar la monotonía espacial del relato con una cámara en perpetua movilidad, valiéndose del travelling, de la grúa y del montaje.

Paradójicamente, fueron las revistas musicales las que acabaron de liberar la cámara, en su exigencia de seguir las evoluciones coreográficas y trenzar arabescos sobre los escenarios. Para el rodaje de Broadway (Broadway, 1929), Paul Fejos hizo construir una grúa gigante para la toma de vistas que costó 25.000 dólares y con la que la cámara pudo finalmente volver a volar.

En 1930 aparecieron tres películas capitales en tres países distintos, que demostraban que la nueva técnica caminaba ya por un sendero de plena madurez artística. Se trataba de Aleluya en los Estados Unidos, Bajo los techos de París en Francia y El ángel azul en Alemania, de las que nos ocuparemos en su momento. Pero en otras películas más banales comenzaban a apuntar también los hallazgos que preludiaban las posibilidades del nuevo cine sonoro. Así, por ejemplo, en la celebrada Broadway Melody, en una escena se veía cómo el rostro de Bessie Love se entristecía mientras se oía (sin verse) el ruido de una portezuela al cerrarse y la partida de un automóvil. Esta misma escena hubiera necesitado por lo menos tres planos para ser expresada en cine mudo: uno de la actriz mirando, otro del coche que arranca y nuevamente otro de la actriz entristecida. En otra escena aparecía Bessie Love acostada, triste y pensativa, a punto de llorar. Pero cuando su rostro comenzaba a contraerse, la imagen fundía en negro y de la pantalla oscura surgía un sollozo.

La controversia en torno al cine sonoro no se liquidó de un plumazo. En plena era del cine parlante veremos todavía brotes de rebeldía que se resisten a aceptar la «impureza» de la palabra hablada, fiando únicamente (o casi) en la expresividad de la imagen, la música y los sonidos. A este capítulo, que resulta curioso más que convincente, pertenecen películas como María, leyenda húngara (Marie, légende hongroise, 1932) de Paul Fejos, Éxtasis (Ekstase, 1933) de Gustav Machaty, Rapto (Rapt, 1933), rodada en exteriores suizos por Dimitri Kirsanov, y El espía (The Thief, 1952) de Russell Rouse.

Pero al aquietarse las aguas de la polémica podrá valorarse todo lo que, en el plano estético, ha aportado el sonido. En primer lugar, una mayor continuidad narrativa, al eliminar los rótulos literarios que antaño salpicaban la narración visual y a los que, con criterio justo, los artífices del Kammerspielfilm desterraron como elementos perturbadores. El advenimiento del sonido supuso un duro golpe a la estética del cine-montaje, al permitir una gran economía de planos, eliminando las abundantes imágenes explicativas y metafóricas del lenguaje visual mudo y facilitando, además, representar porciones de la realidad que estuvieran fuera del encuadre por la única presencia de su sonido (sonido en off), como el ejemplo citado de Broadway Melody. Como consecuencia de todo ello se redujo considerablemente el número de planos de las películas y aumentó la longitud de los mismos, que pasó a depender de un elemento de duración concreta hasta entonces desconocido: el diálogo de los actores. No faltará quien, cogiendo el rábano por las hojas, crea con Marcel Pagnol que «el film mudo era el arte de imprimir, fijar y difundir la pantomima y el film parlante es el arte de imprimir, fijar y difundir el teatro». No es éste el camino del cine sonoro, que, entre otras cosas, ha descubierto como nuevo elemento dramático algo muy importante y desconocido por el cine mudo, precisamente por serlo: el silencio.

Pero no hay que asombrarse de nada porque en estos años de búsqueda y desorientación se verán las más sorprendentes piruetas, como la que se le ocurre al ingenioso Walter Ruttmann, que decidido a explorar el nuevo medio sin prejuicios ni purismos compone Week-End (1930), una película en donde sólo hay sonidos, pero no imágenes, que le son sugeridas al espectador (¿hay que llamarle así?) por aquéllos. Sin darse cuenta, Ruttmann acaba de reinventar la radio.

Lo que sí constituyó un obstáculo serio a la difusión universal del cine sonoro fue la diversidad idiomática, que se trató de resolver con el rodaje de diferentes versiones de cada película en varios idiomas. En ese momento crucial el cine español perdió una oportunidad única para potenciar su desarrollo a través del mundo hispanoparlante, pues el Congreso de la Unión Cinematográfica Hispanoamericana celebrado en Madrid (1931) no llegó a ningún resultado práctico y Hollywood comenzó a importar masivamente artistas y técnicos españoles, para intervenir en las versiones castellanas de su producción, tales como Juan de Landa, Catalina Bárcena, Conchita Montenegro, Miguel Ligero, Raquel Meller, Rosita Moreno, Julio Peña, José Nieto, Ernesto Vilches, Enrique Jardiel Poncela, Martínez Sierra, Benito Perojo y López Rubio. Un poco más tarde comenzaría a difundirse la práctica de la traducción de los diálogos mediante subtítulos y, en algunos países, del doblaje.

A finales de 1930 el cine sonoro se había generalizado en casi todo el mundo y se estaba superando el sarampión de las comedias y revistas musicales filmadas. La perspectiva histórica nos muestra hoy, bien a las claras, que la evolución estética fue lógica y que las últimas obras mudas de Stroheim, Dreyer, Murnau o Clair tendían vocacionalmente en su madurez a la incorporación del sonido, al tiempo que repudiaban el rótulo escrito, intruso en el mundo de las imágenes, por mucho ingenio gráfico que quisiera echársele a sus letras. Y al incorporar la palabra, el cine se veía capaz de abordar conflictos y personajes mucho más sutiles y complejos que los que permitía la sola imagen, cuyo lenguaje visual había llegado al límite de su evolución y madurez creadora en la obra de los grandes maestros.

El cine ha conquistado la palabra y no cesará de evolucionar y de progresar. Las primeras creaciones del nuevo cine sonoro se proyectaban sincronizadas con frágiles e incómodos discos. Pero Eugène Lauste había demostrado que las vibraciones del sonido se podían fotografiar sobre película, incorporándose a una banda sonora paralela y contigua a las imágenes y sobre el mismo soporte.[1] A partir de ahí pudo descomponerse la banda de sonido en sus tres componentes fundamentales —diálogos, música y efectos sonoros— que se fundían en la banda sonora definitiva mediante la operación de mezcla. A su vez, las bandas de música y de efectos mezclados pasaron a constituir el sound-track o banda internacional que se exporta con las películas para permitir su doblaje a otro idioma. Más tarde, la grabación magnética de sonido, perfeccionada durante la guerra por los servicios de escucha de la Gestapo, comenzará a introducirse en el cine a partir de 1950.

La revolución tecnológica del siglo XX nos ha llevado del silencioso parpadeo de las imágenes de Lumière a la ruidosa era de los talkies. Veamos ahora qué es lo que han hecho los artistas con este nuevo y sensible instrumento que les permite una más fiel y completa reproducción del mundo real.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 118; Мы поможем в написании вашей работы!

Поделиться с друзьями:






Мы поможем в написании ваших работ!