DE MAX LINDER A LAS TARTAS DE CREMA 5 страница



Scherben narraba la tragedia de un humilde guardavías, que mataba a un ingeniero ferroviario que sedujo y abandonó a su hija, mientras ésta enloquece y su madre muere en la nieve. Sylvester muestra la triste historia del dueño de un modesto café, que víctima del egoísmo de su madre y de su esposa se suicida en la víspera de Año Nuevo. Aquí ya no hay monstruos ni espectros, sino simplemente un vulgar guardavías y un modesto comerciante. Claro que la utilización de los objetos como símbolos y cierta estilización dramática nos advierte que el Kammerspielfilm ha nacido en el seno del torbellino expresionista y que resulta abusivo hablar de estricto realismo —como podrá hacerse con el cine soviético— más allá de las apariencias. La estética del Kammerspielfilm estaba basada en un relativo respeto a las unidades de tiempo, lugar y acción —vestigio de su procedencia teatral—, en una gran linealidad y simplicidad argumental, que hacía innecesaria la inserción de rótulos explicativos, y en la sobriedad interpretativa, por oposición al expresionismo. La simplicidad dramática y el respeto a las unidades permitió crear unas atmósferas cerradas y opresivas, en las que se movían los protagonistas como monigotes guiados por el fatum de la tragedia clásica. Por la senda de los «dramas cotidianos» avanzó una parte del mejor cine alemán: Hintertreppe (1921), de Leopold Jessner y Paul Leni, Die Strasse (1923), de Karl Grüne, y El último (Der letzte Mann, 1924), de F. W. Murnau, tres obras que carecen prácticamente de rótulos literarios. Su influencia podrá rastrearse en la obra posterior de Josef von Sternberg, Marcel Carné y John Ford.

Pero con ser decisiva la aportación del guionista Carl Mayer a la evolución histórica del cine mudo alemán, su trayectoria aparece dominada por la silueta de dos poderosas y muy diversas personalidades: la de Friedrich Wilhelm Murnau y la de Fritz Lang, que enriquecieron y abrieron nuevos horizontes a la escuela germana.

F. W. Murnau (Plumpe, de verdadero nombre) demostró desde muy joven su inquietud cultural y estudió filosofía (Berlín), historia del arte, literatura (Heidelberg) y música. Fue actor con Max Reinhardt (la deuda del cine alemán hacia Reinhardt es enorme) y durante la guerra combatió como oficial de infantería y luego como piloto, siendo derribado en ocho ocasiones. Al acabar la guerra fundó la productora Murnau Veidt Filmsgesellschaft (1919) y comenzó a dirigir películas, en las que su fina sensibilidad homosexual trató de expresar su subjetividad lírica con el máximo respeto por las formas reales del mundo visual, en original y equilibrada síntesis expresionista-realista. La revelación de su potencia expresiva tuvo lugar en 1922 con Nosferatu, el vampiro, adaptación libre de la novela fantástica Drácula (1897), del irlandés Bram Stoker. Enfrentándose a la tendencia expresionista de rodar todas las escenas en estudio y en decorados plásticamente dislocados, F. W. Murnau recurrió principalmente a escenarios naturales cuidadosamente elegidos. Con calles de Wismar, Rostock y Lübeck compuso una única ciudad y rodó sus paisajes parte en Silesia y parte en Eslovaquia. Con esta innovadora introducción de elementos reales en una historia fantástica, Murnau consiguió potenciar su estremecedora veracidad. Realismo y fantasía forman un todo coherente en esta historia romántica que debe menos a la vampirología que a cierta temática muy arraigada en toda la obra de Murnau, como la obsesión por la idea de la Muerte, el tema de la felicidad de una pareja perturbada por la presencia del Mal (Nosferatu) y el papel expiatorio de la mujer, que con su voluntad de abnegada entrega derrota al vampiro. A quebrar los cánones teatralizantes del expresionismo contribuyó su utilización de recursos técnicos de filiación vanguardista, como el acelerado y el ralentí y el empleo de película negativa para señalar el paso del mundo real al ultrarreal.

El gran éxito de esta «sinfonía del horror» fue ampliamente rebasado por El último, triste historia del portero del lujoso hotel Atlantic (Emil Jannings), orgulloso de su vistoso uniforme, que debido a su avanzada edad es «degradado» al servicio de lavabos. Pero el hombre no se conforma con la pérdida del uniforme y lo roba cada día para regresar con él a su casa, hasta que finalmente es descubierto y se produce su desmoronamiento. Pasando por alto un postizo final feliz que Murnau añadió, sea por imposiciones comerciales o para ironizar a costa del típico happy end americano, El último se nos aparece como la primera obra maestra del cine alemán en su transición del expresionismo al realismo social. El último participaba del realismo social por sus contrastes ambientales (el lujoso hotel y el barrio proletario donde habita el portero) y por el testimonio de la veneración fetichista del uniforme —símbolo autoritario por antonomasia—, enfermedad psicológica colectiva del pueblo alemán. La «germanidad» de esta tragedia resultó evidente cuando muchos espectadores norteamericanos declararon no comprender la película, porque un encargado de lavabos ganaba más que un portero de hotel.

El último (1924) de F. W. Murnau.

 

Sin embargo, esta historia realista estaba narrada en un lenguaje plástico repleto de reminiscencias expresionistas, como las sombras amenazadoras que transforman la entrada de los lavabos en un terrible antro. Para dar agilidad a este relato cuya acción transcurría en un mundo cerrado (el hotel y el barrio del portero), Murnau y su operador Karl Freund introdujeron el empleo de una cámara excepcionalmente dinámica, con travellings subjetivos (atando la cámara al pecho del operador), circulares y movimientos de grúa, conseguidos situando la cámara en la extremidad de una escalera de incendios. La «cámara desencadenada» (expresión utilizada por la crítica de la época) de Murnau causó un enorme impacto en la producción mundial. Con El último la cámara había aprendido de una vez a andar sin limitaciones, y lo que es más, había aprendido a volar.

Considerado como el más prestigioso creador del cine alemán, Murnau atacó a continuación dos adaptaciones literarias: Tartufo o el hipócrita (Tartuffe, 1925), según Molière, y con un prólogo y epílogo contemporáneos moralizadores, en donde la magia de la iluminación convirtió unos decorados rococó en expresionistas, y un ambicioso Fausto (Faust, 1926), en donde su refinamiento plástico, rico en referencias pictóricas, estuvo servido por un impresionante despliegue de medios técnicos y de trucajes, que culminaron en un aparatoso y celebrado viaje aéreo de Fausto y de Mefisto. El gran actor Emil Jannings realizó dos interpretaciones antológicas, sobrecargadas pero magistrales, en los papeles de Tartufo y de Mefisto. En la cúspide de su fama, Murnau abandonó Alemania aceptando un tentador contrato que William Fox le ofreció en Hollywood.

Junto a Murnau, el vienés Fritz Lang compartió el título de maestro de la escuela expresionista. Hijo de un arquitecto, estudió Arquitectura y Bellas Artes y su espíritu inquieto le llevó a vivir la bohemia artística de Bruselas y de París, lanzándose a ver mundo en un peregrinaje por África del Norte, Rusia, Indochina, China, Japón y los mares del Sur, de donde regresaría con las alforjas llenas de los motivos exóticos que con frecuencia salpican sus películas. Repartió los años de la guerra entre el frente y los hospitales militares, en donde comenzó a escribir guiones de cine. Su debut como realizador en 1919 no tardó en proporcionarle un gran éxito popular con el serial de aventuras exóticas Die Spinnen (1919), con sociedades secretas, ritos mayas y diamantes fabulosos, y con el aún más popular serial El doctor Mabuse (Dr. Mabuse der Spieler, 1922), que en clave de aventuras describía el caos financiero de Alemania. Más sólido fue el impacto causado por su película fantástica Der müde Tod (1921), sobre el viejo tema romántico de la lucha del Amor contra la Muerte a través de tres episodios, que suceden en la antigua China, el legendario Bagdad y la Venecia renacentista. Pero el genio arquitectónico de Lang no se conformó con las telas pintadas de El gabinete del doctor Caligari e hizo construir unos impresionantes decorados corpóreos, como ese inmenso muro que rodea el Reino de la Muerte. Der müde Tod causó en el extranjero un impacto similar a la Madame Du Barry de Lubitsch y a El gabinete del doctor Caligari, imponiendo de modo definitivo el cine alemán. Será esta película, también, la que decidirá la vocación cinematográfica del español Luis Buñuel.

El expresionismo de Lang, arquitectónico y monumental, épico y solemne, en oposición al refinamiento y lirismo de Murnau, tuvo ocasión de demostrar su madurez en la colosal y wagneriana epopeya aria Los Nibelungos (Die Nibelungen, 1923-1924), en dos partes, en la que los árboles se nos antojan columnas y las composiciones de figuras semejan escudos heráldicos. Más que de expresionismo sería justo hablar de abstracción y geometrismo en esta obra maestra del monumentalisieren. Esta exaltación aria en la que los hunos son presentados como raza inferior y cavernícola, trae premonitorios vientos de tragedia. Por estos años aparece también El camino de la fuerza y de la belleza (Wege zu Kraft und Schonheit, 1925), de Wilhelm Prager, en donde más que exaltar la belleza del desnudo humano parece querer reafirmarse la superioridad biológica de la orgullosa raza indoeuropea. Son películas que anuncian, aun sin quererlo, los tiempo de Buchenwald, Auschwitz, Dachau y Belsen.

Se ha echado la culpa a la guionista Thea von Harbou, esposa de Lang y luego militante nazi, de la vidriosidad ideológica de las obras de su marido. El colmo se alcanza en la estremecedora visión futurista de Metrópolis (Metropolis, 1926), la ciudad del mañana en la que la raza de los señores goza de la vida en la superficie mientras los esclavos infrahombres penan en una región subterránea de pesadilla, poblada por máquinas terribles. Seis millones de marcos oro costó esta superproducción, en la que tan grande fue la endeblez e ingenuidad del relato —que concluye con un candoroso abrazo reconciliador entre el Capital y el Trabajo— como grande fue la maestría imaginativa y arquitectónica de Lang, que supo jugar con espacios, volúmenes y claroscuros con habilidad de prestidigitador. Metrópolis es, en definitiva, un tratado sociológico de pacotilla, increíblemente pueril, en el que el héroe capitalista redime a sus pobres obreros de la tiranía de una mujer-robot revolucionaria. A pesar de ello, Lang consigue en algunos momentos imponer imágenes que el espectador ya no olvidará jamás: su opresivo mundo subterráneo, el relevo de turno de los obreros, la inundación y el pánico en la ciudad… Metrópolis representa, en suma, el apogeo del expresionismo de dimensión arquitectónica, como Caligari lo fue en su vertiente pictórica.

El gran ciclo expresionista alemán iba a ser fecundo en consecuencias. A la contemplación naturalista y neutra de la realidad, propia del clasicismo norteamericano, se oponía un subjetivismo violento y radical, que distorsionaba la imagen del mundo y transmitía al espectador su interpretación ética e intelectual de la realidad mediante un código de signos de hipertrofiada expresividad, tales como la decoración, los maquillajes o la iluminación. Dos estéticas, dos actitudes creadoras antagónicas se enfrentaban —o se completaban— de modo análogo a esos ciclos pendulares de clasicismo-barroquismo que jalonan la historia de las artes plásticas. Veremos más adelante los frutos que recogerán de esta siembra expresionista artistas de la talla de Eisenstein, Carl Dreyer, Josef von Sternberg, Orson Welles, Ingmar Bergman o Andrzej Wajda.

 ESTALLIDO DEL CINE SOVIÉTICO

A la vieja Rusia de los zares llegó el cinematógrafo Lumière en mayo de 1896, para rodar la coronación de Nicolás II. Poco después se presentó en sociedad del modo más elegante, en una fiesta de caridad que presidió la emperatriz Alexandra Fiódorovna, en el palacio Peterhof de San Petersburgo, conquistando la admiración de la Corte. Pero su afianzamiento como espectáculo popular fue lento y laborioso, contemplado con desconfianza por las autoridades y los censores. La policía ordenó en 1908 que no se estableciesen salas de cine separadas por menos de trescientos metros y que sus programas debían finalizar a las nueve de la noche. Como contrapartida, sabemos que los sectores sociales más privilegiados convirtieron a Rusia en el primer cliente del mundo del cine pornográfico francés.

Poco valor tuvo la producción de la Rusia prerrevolucionaria, convertida en una colonia del imperio de Pathé, con asuntos melodramáticos inspirados en el cine danés y algún que otro pinito de aliento futurista. El primer estudio del país no fue inaugurado hasta 1907 por el fotógrafo A. O. Drankov, de San Petersburgo, que fue el mayor competidor de aquella sucursal francesa. El cine zarista más significativo hizo gala de un decadentismo y de una refinada extravagancia (Evgueni Bauer, Jacob Protozanov, el popular galán Iván Mosjukin) que parecía empeñada en reflejar el ocaso histórico de una aristocracia para la que ya no había lugar en este mundo. Pero en 1917 el chispazo de la Revolución prendió en el inmenso país y en el mes de octubre los bolcheviques conquistaron el poder, para iniciar la primera experiencia socialista de la historia moderna. El cataclismo revolucionario iba a afectar a todas las facetas de la vida nacional y el cine, lógicamente, iba a renacer siguiendo un rumbo nuevo y original.

A Lenin no se le escapó la enorme trascendencia social del cinematógrafo. En 1922 lanzó la consigna: «De todas las artes, el cine es para nosotros la más importante». A principios de siglo, el 76% de la población rusa de más de nueve años era completamente analfabeta. En 1917 la situación no había mejorado mucho y es comprensible que, en estas circunstancias, el cine y la radio fuesen los medios más eficaces de comunicación e información para las masas. El decreto de nacionalización de la industria cinematográfica, en virtud del cual esta actividad pasaba a depender del comisariado de Educación del Pueblo, fue firmado por Lenin el 27 de agosto de 1919 y al mes siguiente se creaba en Moscú la Escuela Cinematográfica del Estado (GIK), bajo la dirección del realizador Vladímir Gardin, que fue por unos años el primer y único realizador del cine bolchevique. De procedencia teatral, Gardin rodó en 1921 Golod… golod… golod… [Hambre… hambre… hambre…] y Serp i molot [La hoz y el martillo], en las que intervinieron V. I. Pudovkin como ayudante y actor y el gran operador Eduard Tissé debutó como director de fotografía. De 1922 a 1924 trabajó en Ucrania y su film más famoso fue Krest i mauzer [La cruz y el fusil] (1925), de inspiración antirreligiosa. La Escuela dirigida por Gardin estaba destinada a formar a los técnicos y artistas que habrían de levantar el edificio del joven cine soviético, de modo que el gobierno bolchevique, por lo tanto, fue el primer gobierno del mundo que comprendió y reconoció la importancia y función del cine en la era de la cultura de masas.

La transición del cine del período zarista al nuevo cine soviético no fue brusca y discontinua. Mientras muchos productores y técnicos hacían las maletas para escapar hacia París —donde se agruparon en torno a la productora Albatros—, Berlín o Hollywood, otros elementos del cine prerrevolucionario siguieron en sus puestos, tendiendo el puente que separaba dos períodos de configuración social y perspectiva estética radicalmente opuestos. Pero la penosa guerra civil, que se prolongó hasta 1921, fue un freno al afianzamiento y progreso del nuevo cine, aunque al mismo tiempo sirvió de valiosa escuela a los operadores y documentalistas que en las primeras líneas del frente empuñaban sus cámaras tomavistas como armas para cazar imágenes. Y a pesar de la tremenda penuria material y de la agobiante escasez de película virgen, el naciente cine echó a andar y pronto tuvo ocasión de demostrar su vigor y personalidad, gracias a la obra de algunos de sus creadores. Lev Vladímirovich Kuleshov fue el primero de sus maestros.

Kuleshov tenía tan sólo dieciocho años cuando estalló la Revolución de Octubre y apenas dos de experiencia como escenógrafo y ayudante de dirección. Pero su entusiasmo compensó con creces su falta de veteranía y estuvo entre los operadores que se lanzaron al frente a la caza de noticias gráficas. Kuleshov fue uno de los exponentes más característicos del febril clima colectivo de revolución industrial y utopía estética que dominó en los agitados años que siguieron a la Revolución. Algún eslogan suyo, como el de «la producción de un film no difiere de la construcción de una máquina», resulta altamente revelador del ambiente artístico de la Rusia de aquellos años. Kuleshov comenzó a ejercer como profesor en el Instituto de Cine en 1921 y al año siguiente sus energías vanguardistas cristalizaron en la creación de un célebre Laboratorio Experimental, del que saldrían discípulos de la talla de Pudovkin y de Boris Barnet. En este Laboratorio Kuleshov realizó sus «films sin película», con fotos fijas, y demostró el poder creador del montaje con un famoso experimento incorporado a todos los manuales de técnica cinematográfica, en el que conseguía infundir cargas emocionales de diverso signo a un único primer plano inexpresivo del actor Iván Mosjukin, según el contenido de los planos que le yuxtaponía: un plato de sopa, un niño, una mujer… También se entretuvo en «fabricar» una mujer ideal, fundiendo por la alquimia del montaje partes anatómicas seleccionadas de varias modelos… Su película más importante fue Las aventuras extraordinarias de Mr. West en el país de los bolcheviques (Neobycaynye prikljucenija Mistera Vesta v strane bolseviok, 1924), sátira de las andanzas de un temeroso senador norteamericano por la Rusia soviética, que lleva un cowboy de guardaespaldas, y que es víctima de los manejos de una banda de rufianes.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 112; Мы поможем в написании вашей работы!

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